martes, 7 de julio de 2009

Condensadores

Condensador.
Dispositivo que almacena carga eléctrica. En su forma más sencilla, un condensador está formado por dos placas metálicas (armaduras) separadas por una lámina no conductora o dieléctrico. Al conectar una de las placas a un generador, ésta se carga e induce una carga de signo opuesto en la otra placa.
Los condensadores tienen un límite para la carga eléctrica que pueden almacenar, pasado el cual se perforan. Pueden conducir corriente continua durante sólo un instante, aunque funcionan bien como conductores en circuitos de corriente alterna. Esta propiedad los convierte en dispositivos muy útiles cuando debe impedirse que la corriente continua entre a determinada parte de un circuito eléctrico. Los condensadores de capacidad fija y capacidad variable se utilizan junto con las bobinas, formando circuitos en resonancia, en las radios y otros equipos electrónicos. Además, en los tendidos eléctricos se utilizan grandes condensadores para producir resonancia eléctrica en el cable y permitir la transmisión de más potencia.
Los condensadores se fabrican en gran variedad de formas. El aire, la mica, la cerámica, el papel, el aceite y el vacío se usan como dieléctricos, según la utilidad que se pretenda dar al dispositivo.
Tipos de condensadores.
Similitudes y diferencias
Las similitudes entre todos los condensadores que es que todos tienen partes metálicas y más que dos. Generalmente están separados por un material dieléctrico que les proporciona más capacidad. Las diferencias están en el tipo de material dieléctrico que se utiliza, la cantidad y forma de las placas, por ejemplo, si son cilíndricas, concéntricas, planas, etc Y la distribución mecánica de éstas..

Influencia de los dieléctrico.
Un dieléctrico es una sustancia que es mala conductora de la electricidad y que amortiguará la fuerza de un campo eléctrico que la atraviese. Las sustancias conductoras carecen de esta propiedad de amortiguación. Dos cuerpos de cargas opuestas situados a cada lado de un trozo de vidrio (un dieléctrico) se atraerán entre sí, pero si entre ambos cuerpos se coloca una lámina de cobre, la carga será conducida por el metal.
En la mayoría de los casos, las propiedades de un dieléctrico son producto de la polarización de la sustancia. Al colocar un dieléctrico en un campo eléctrico, los electrones y protones que constituyen sus átomos se reorientarán a sí mismos, y en algunos casos las moléculas se polarizarán de igual modo. Como resultado de esta polarización, el dieléctrico queda sometido a una tensión, almacenando energía que quedará disponible al retirar el campo eléctrico. La polarización de un dieléctrico es similar a la que se produce al magnetizar un trozo de hierro. Como en el caso de un imán, parte de la polarización se mantiene al retirar la fuerza polarizadora. Un dieléctrico compuesto de un disco de parafina endurecido al someterlo a una tensión eléctrica mantendrá su polarización durante años. Estos dieléctricos se denominan electretos.
La eficacia de los dieléctricos se mide por su relativa capacidad de almacenar energía y se expresa en términos de constante dieléctrica (también denominada permitividad relativa), tomando como unidad el valor del vacío. Los valores de esa constante varían desde poco más de 1 en la atmósfera hasta 100 o más en ciertas cerámicas que contienen óxido de titanio. El vidrio, la mica, la porcelana y los aceites minerales, que a menudo se utilizan como dieléctricos, tienen constantes entre 2 y 9. La capacidad de un dieléctrico de soportar campos eléctricos sin perder sus propiedades aislantes se denomina resistencia de aislamiento o rigidez dieléctrica. Un buen dieléctrico debe devolver un gran porcentaje de la energía almacenada en él al invertir el campo. Los dieléctricos, especialmente los que tienen constantes dieléctricas altas, se emplean ampliamente en todas las ramas de la ingeniería eléctrica para incrementar la eficacia de los condensadores.

Capacidad eléctrica
En electricidad, se denomina capacidad de un conductor a la propiedad de adquirir carga eléctrica cuando es sometido a una diferencia de potencial con respecto a otro en estado neutro.
La capacidad queda definida numéricamente por la carga que adquiere por cada unidad de potencial.
En el Sistema Internacional de Unidades (SI) la capacidad se mide en faradios (F), siendo un faradio la capacidad de un conductor que sometido a una diferencia de potencial de 1 voltio, adquiere una carga eléctrica de 1 culombio.

La capacidad o capacitancia es una propiedad de los condensadores. Esta propiedad rige la relación existente entre la diferencia de potencial existente entre las placas del capacitor y la carga eléctrica almacenada en este mediante la siguiente ecuación:

donde
• C es la capacidad, medida en faradios (en honor al físico experimental Michael Faraday); esta unidad es relativamente grande y suelen utilizarse submúltiplos como el microfaradio o picofaradio.
• Q es la carga eléctrica almacenada, medida en culombios;
• V es la diferencia de potencial, medida en voltios.
Cabe destacar que la capacidad es siempre una cantidad positiva y que depende de la geometría del capacitor considerado (de placas paralelas, cilíndrico, esférico). Otro factor del que depende es del dieléctrico que se introduzca entre las dos superficies del condensador. Cuanto mayor sea la constante diléctrica del material no conductor introducido, mayor es la capacidad.
En la práctica, la dinámica eléctrica del condensador se expresa gracias a la siguiente ecuación diferencial, que se obtiene derivando respecto al tiempo la ecuación anterior.

Donde i representa la corriente eléctrica, medida en amperios.
Auto-capacidad [editar]
Usualmente el término capacidad se utiliza como abreviatura del término capacidad mutua entre dos conductores cercanos, como las placas de un capacitor. También existe una propiedad llamada auto-capacidad, que es la cantidad de carga eléctrica que debe agregarse a un conductor aislado para aumentar su potencial en un volt.
Utilidad en un circuito eléctrico
La energía que mantienen retenida un condensador es muy útil y tiene múltiples aplicaciones en los circuitos eléctricos. Por ejemplo, un condensador es utilizado para eliminar la chispa que se produce al interrumpir rápidamente un circuito que posee autoinducción. También son utilizados en los circuitos de radio para sintonizar e igualar la corriente proporcionada por la fuente de energía. El rendimiento de la transmisión de energía en corriente alterna puede incluso aumentarse utilizando grandes condensadores.
Unidades de medida
Las unidades de medida para la capacidad de los condensadores, como ya dijimos es el “faradio” y corresponde en el sistema internacional de medidas a:
Capacidad
= farad
distancia [mts]
unidad de carga eléctrica [Columbios]
Trabajo [julios].
Asociaciones de condensadores [editar]


Figura 4: Asociación serie general.


Figura 5: Asociación paralelo general.
Al igual que las resistencias, los condensadores pueden asociarse en serie (figura 4), paralelo (figura 5) o de forma mixta. En estos casos, la capacidad equivalente resulta ser para la asociación en serie:


y para la asociación en paralelo:


Es decir, la media armónica de las capacidades de cada condensador.
Es fácil demostrar estas dos expresiones, para la primera solo hay que tener en cuenta que la carga almacenada en las placas es la misma en ambos condensadores (se tiene que inducir la misma cantidad de carga entre las placas y por tanto cambia la diferencia de potencial para mantener la capacitancia de cada uno), y por otro lado en la asociación en "paralelo", se tiene que la diferencia de potencial entre ambas placas tiene que ser la misma (debido al modo en el que están conectados), así que cambiará la cantidad de carga. Como esta se encuentra en el numerador (C = Q / V) la suma de capacidades será simplemente la suma algebraica.

Para la asociación mixta se procederá de forma análoga con las resistencias.

Gran resumen realidad nacional

Casen: entrevista de carácter socioeconómico
Línea de indigencia: ganan bajo una canasta familiar
Movilidad social: movimiento de los segmentos socioeconómicos (pueden ascender o descender)
Línea de pobreza en zona urbana: ganan menos de 2 canastas familiares

economía de mercado: organización explícita y asignación de la producción y el consumo de bienes y servicios que surge del juego entre la oferta y la demanda. También se utiliza para designar al país y sobre todo al conjunto de los países que la adoptan, habitualmente en plural: economías de mercado.

La Educación: es un proceso de socialización de personas en una sociedad donde se desarrolla capacidades intelectuales, habilidades, destrezas y técnicas a los estudiantes. la educación es gratuita para todos los estudiantes.

La educación da pie a la distribución del ingreso, por que a educación de más calidad, ingresos mas altos, esto mantiene a la economía de mercado igual, ya que si hubiera un cambio en la educación y todas las personas tuvieran educación de calidad, la distribución del ingreso seria más igualitaria, o sea ingresos altos para todos, y esto incentivaría el consumismo o capitalismo, entendido por "economía de mercado" entonces esta subiría.
La competencia y productividad laboral va de la mano con el ingreso, ya que estamos en una sociedad competitiva donde “el más competitivo avanza y surge” y se generan competencias entre compañeros de labores.



Ha habido una revolución demográfica en chile ya que las tazas de natalidad han descendido, “en promedio se deben crear dos hijos por pareja a lo largo de sus vidas, para poder mantener un país optimo en su población”, pero debido a que las tazas de mortalidad siguen igual, y los nacimientos han disminuido, se presenta un descenso en población en chile.

Según el censo de 1970, el 21% de los chilenos estaba en condición de pobreza. Sin embargo 12 años después, en 1982, la pobreza había disminuido un 14%, no obstante, estar sumido el país entonces en una de sus peores crisis económicas y con un desempleo cercano al 20%, esta distorsión se debe a que en esa época la “pobreza” se media por los bienes materiales poseídos, y no por los ingresos, la gente podía permanecer sin empleo, pero teniendo cosas materiales, aun que hayan sido adquiridas en otra época, no se consideraban pobres.

Los segmentos socioeconómicos son: ABC1, C2, C3, D y E. Los segmentos sociales c3 y el D son los que presentan mayor movilidad ya que pueden subir de clase social o bajar mas, el segmento D es la nueva clase media debido a que está mas dispuesta a pagar por bienes materiales y educación, este segmento (D) es llamado también clase social “media baja”.

Mediaguas para el 2000 es un proyecto que busca abolir la situación de pobreza en chile, construyendo mediaguas para las familias indigentes que viven en los campamentos y tomas.
El hacinamiento, mal olor y pésimas condiciones higiénicas de las personas que viven en campamento hacen peligrar su integridad física y espiritual.
“la actitud sobre lo publico y la conciencia social han ido creciendo en chile. La dignidad del más pobre hay que reconocerla y no tener esa actitud de “lo que sobra se lo doy”, si no de involucrarnos y hacerlos participar. La sociedad civil es un actor fundamental en la solución de la pobreza.

Movilidad integracional: Posibilidad de cambiar de estatus socioeconómico que se da mediante las generaciones (progresar o situarse en el mismo lugar)

En el grafico de la educación primaria, secundaria y terciaria, chile presenta una menor movilidad social, ya que el 10% mas rico presenta 50% de probabilidades de seguir estática en el contexto socioeconómico en que se encuentra, por esto, quien nace en un área socioeconómica distinta a la del 10% mas rico, posee escasas probabilidades de adherirse a este.
Retorno de la educación: se refiere a que la educación es una inversión hecha que se remunerará e salario próximamente, “a mayor estudios realizados y mayor calidad de educación obtenida, mayor salario obtenido.

En chile, el retorno de la educación primaria se ha mantenido e incluso ha bajado con relación a cuarenta años atrás, ya que la educación terciaria a adquirido una importancia primordial en la obtención de ingresos, debido a que quien posee educación terciaria, posee mayor probabilidades de generar ingresos altos, esto significa que el retorno de la educaciones la educación terciaria ha ido ascendiendo.
Y en cuanto a la educación secundaria, su retorno ha bajado en comparación a 4ta años atrás por los mismos motivos mencionados que se adjudican a la educación terciaria.


Las ciencias sociales miden la objetividad por la ínter subjetividad (Pensar que las acciones humanas están sujetas al ensayo y error)

Ciencia: Conocimiento demostrable a través de la comprobación
La realidad es compleja y multidimensional

Historia: Es la ciencia que tiene como objetivo de estudio el pasado de la humanidad y como método el propio de las creencias sociales (Llevar al presente el pasado, reactualizarlo)

Economía: ciencia social que estudia el comportamiento humano en cuanto a la satisfacción de necesidades. (Carencia de necesidades, especialmente de la educación)

Sociología: Como se define la sociedad (como se constituyen los grupos humanos)

Problemática humana: Son las necesidades que van en aumento

IPC: Índice de precio al consumidor. Cuanto suben los precios de un mes a otro.

Inflación: Exceso de dinero porque los objetos pierden valor

Deflación: falta de recursos económicos que provocan que los artículos materiales se encuentren a un precio más elevado. Los perjudicados son la clase media y baja.

Geografía: ciencia que estudia el órgano ecológico

Ciencia política: Ciencia social enfocada en la teoría como en la practica política en sus diversas manifestaciones.

Antropología: Ciencia que estudia al ser humano de forma holística

Ciencias duras: ciencia que se busca un resultado sin divagación

Pequeño resumen de realidad nacional

Las ciencias sociales miden la objetividad por la intersubjetividad (Pensar que las acciones humanas estan sujetas al ensayo y error)
Ciencia: Conocimiento demostrable a traves de la comprobación
La realidad es compleja y multidimensional
Historia: Es la ciencia que tiene como objetivo de estudio el pasado de la humanidad y como metodo el propio de las creencias sociales (Llevar al presente el pasado, reactualizarlo)
Economia: ciencia social que estudia el comportamiento humano en cuanto a la satisfacción de necesidades. (Carencia de necesidades, especialmente de la educación)
-crecientes e ilimitadas- con recursos siempre escasos
Canasta basica familiar= productos alimenticios necesarios $24.000 aprox
Areas urbanas-> 2 canastas basicas per cápita (mas cara por transporte)
Areas rurales -> 1,7 canastas
Geografia: ciencia que estudia el organo ecologico
Ciencia politica: Ciencia social enfocada en la teoria como en la practica politica en sus diversas manifestaciones.
Antropologia: Ciencia que estudia al ser humano de forma holística
Ciencias duras: ciencia que se busca un resultado sin devagacion

Problemática humana: Son las necesidades que van en aumento
IPC: Indice de precio al consumidor. Cuanto suben los precios de un mes a otro.
Inflación: Exceso de dinero porque los objetos pierden valor
Deflación, perjudicados (clase media y baja )

Modificacion intergeneracional: Capacidad de un estrato para surgir o permanecer
Sociologia: Como se define la sociedad (como se constituyen los grupos humanos)

Nueva clase media baja: Segmento D

Indigencial-> Menos de 1 c.f
Urbana-> Menos de 2 c.f
Campo/Rurales -> 1,75 c.f

Movilidad social-> ascenso o descenso de algun gentío

Entrevista a Felipe Lamarca

"Chile no va a cambiar mientras las elites no suelten la teta"
entrevista a Felipe Lamarca
fuente: Diario “La Tercera”
El ex hombre fuerte del grupo Angelini y ex presidente de la Sofofa advierte que hay que corregir urgentemente el modelo económico de mercado y democratizar la política. Acusa una complicidad entre las elites políticas y económicas para mantener todo igual y las insta a cambiar para terminar con la desigualdad y para que el mercado funcione con más competencia y menos concentración de poder.
Hace seis meses que dejó la presidencia de Empresas Copec y afirma que rechazó las ofertas de la derecha para ir como candidato a senador, porque no le interesa la política partidaria ni parlamentaria. Dice que sí lo motivan los temas políticos, económicos y sociales del país.
En todo este tiempo fuera del mundo de los negocios, el ex presidente de la Sofofa ha elaborado una crítica frontal a la forma en que el mercado está operando y a la falta de democracia, que -a su juicio- impera en la política chilena. Tal vez lo sorprendente es que ese crudo análisis viene de un hombre que estuvo casi 20 años a la cabeza del mayor holding empresarial del país y desde muy joven -cuando era estudiante universitario- se planteó siempre a favor de la lógica de mercado. Hoy considera que lo que todos llaman "economía de mercado" no es tal, porque la competencia ha desaparecido de la mano de las grandes fusiones y de la concentración económica. Es por eso que apunta directamente sus dardos hacia las elites económicas y políticas, que, según él, están muy cómodas en el esquema actual y tienen muy bajos incentivos para corregir aquellas cosas que no funcionan bien, como la falta de competencia y la desigualdad en los ingresos y las oportunidades.
Hoy todos hablan de superar pobreza y mejorar la redistribución del ingreso. ¿Cómo observa esa discusión? ¿Será una preocupación real en la elite o sólo un tema de campaña?
No tengo duda de que existe una cierta complicidad entre las elites políticas y económicas. Ellas están de acuerdo y eso ha significado cosas buenas para el país. Hemos tenido importantes acuerdos en materias económicas y sociales y el país ha podido progresar. Pero también tiene cosas malas. La elite económica le rinde pleitesía a la elite política y, por su parte, los políticos dicen: "¡Qué buena es nuestra elite económica!", porque el país surge y estamos súper bien en la escala mundial.
¿Cuál es el lado malo de esa complicidad?
En que todos dicen que tenemos un problema social objetivo, que hay un malestar en la gente, se habla mucho, pero hacemos poco. O sea, parece ser de buen tono, es políticamente correcto hablar del tema social, pero a la hora del diagnóstico profundo, de tomar las medidas concretas, de hacer las cosas, las elites hacen poco.
¿Les falta sensibilidad para resolver los problemas sociales?
No, es más bien una complicidad que se ha dado fuerte en estos años por las condiciones históricas del país. Cuando llegó la democracia, había temores de lado y lado y es ahí donde se empieza a construir esa complicidad. No sólo para ir asentando la democracia, sino que también para ir avanzando como país. Y como eso funcionó bien y dio resultados, hoy nadie quiere cambiarlo.
¿Pero cuáles son esos temas sociales que la elite no recoge?
Pongamos las cosas en contexto. El término de la Guerra Fría, la caída del Muro de Berlín, la globalización, han llevado al mundo a otro derrotero. Gracias al avance de la ciencia, de la economía, de la política, existe una especie de cultura del respeto, de la dignidad. Y dentro de esta cultura más democrática, el tema de la desigualdad es un asunto muy profundo. Y en el caso de Chile, el problema es durísimo y la desigualdad va a empezar a ser cada vez más crítica. No se trata sólo de una desigualdad en el ingreso. También lo es en los tratos laborales, en la desigualdad frente a la justicia, a las alternativas, frente al empleo. Aquí el país crece a un 6%, pero ¿cuánto creció el empleo, cuánto creció tu salario? Algo pasa en el sistema que no está funcionando.
¿Hay que corregir el modelo?
Absolutamente: hay que corregir el modelo. Es urgente hacer reformas. No encuentro que haya un mejor sistema económico que el de mercado, pero el mercado se basa en la competencia y ésta supone que todos compiten para equilibrar las cosas, los precios. Pero como el mundo se ha ido concentrando, la competencia se ha ido terminando.
O sea, la tendencia al monopolio ha anulado la competencia.
Claro. Tanto en Chile como en el mundo uno ve que hay sólo tres empresas por rubro. Eso se ve en farmacias, en los supermercados y en muchas otras áreas. En la universidad me enseñaron que cuando había uno solo se llamaba monopolio; cuando había dos era un duopolio y cuando eran más se llamaba oligopolio. Y aquí estamos en los "polios" tanto en la política como en la economía. El problema es que hoy estamos ante la paradoja de que el mundo va hacia la democracia, pero en Chile hay menos democracia en lo económico y también en lo político.
La conciencia ética
¿Ve voluntad de parte del empresariado para hacer cambios en el modelo?
No mucho todavía. Son culturas que se van creando. Es como decir: "Me fue bien, entonces me voy a comprar la empresa del lado y ahí veo qué porcentaje del mercado controlo. Y si le agrego un servicio más, sobre los mismos gastos, tengo una rentabilidad mayor". Así es como los empresarios y los ejecutivos se van metiendo en esta dinámica. Porque a medida que te va bien, te vas convirtiendo en un prohombre de la sociedad. Entonces, cuesta mucho cambiar. Pero, por otro lado, va cundiendo la idea de que no podemos seguir con este malestar social, con esta tremenda desigualdad y que es cada vez más urgente corregir el modelo.
¿Por qué? ¿Cuál es el riesgo?
Que cuando las cosas siguen, explotan.
¿Y podría darse una explosión social como en Argentina, en que la gente salga a las calles y diga: "No más..."?
Estamos lejos de llegar a eso, pero uno podría acercarse a muchas cosas de ese tipo. Porque cuando eres consumidor y la cuenta de tus servicios básicos no calza, siempre eres tú el que tiene que arreglar el error de los otros. La gente empieza a tener la sensación de que permanentemente se lo afilan. Esa cuestión es súper mala. Entonces, tenemos que corregir el modelo para que efectivamente haya libre competencia. No más fusiones. Uno sabe que cada nueva fusión es más desempleo. Y así vemos cómo todos los empresarios chicos y medianos están desapareciendo. ¿Y qué hacemos? ¿Los ayudamos o dejamos que vayan siendo comidos uno a uno? Aquí necesitamos una comisión antimonopolio fuertísima. Y así como hay un poderoso empresario, también tiene que haber un poderosísimo defensor de los derechos de los consumidores. Tiene que imperar una ética distinta.
¿Cómo introduce la ética en el mercado?
En que uno tiene que ser ético y equitativo en sus decisiones. Sé que provocar los cambios es difícil. Todos tienen algo que defender, pero es urgente hacerlo. Tenemos que ir generando una cultura equitativa distinta en el país. Tiene que haber mayor conciencia ética.
¿Es correcta la manera en que el gobierno ha defendido a un empresario como Andrónico Luksic?
Ese es un tema distinto. A mí me cae muy bien Andrónico. Tengo una buena amistad con él y espero que le vaya bien en su proceso, que haya justicia y equidad. Ahora, dado ese problema, el gobierno tiene que ser muy cauto. El gobierno tiene relaciones diplomáticas con Perú, tenemos problemas pendientes, y en la medida de lo razonable y de lo justo, si el gobierno tiene que hacer cosas, que las haga, pero hay que mantener los planos.
¿El gobierno ha sido cauto?
No lo sé. No conozco el proceso. Si es menester, el gobierno puede prestarle toda la ayuda necesaria a Andrónico Luksic y si hay algo que le parezca injusto, arbitrario o discriminatorio de parte del Perú, el gobierno puede representarlo. Pero en la causa misma del juicio y si ésta está funcionando por los cánones regulares correctos, es un tema de un ciudadano independiente. Y el gobierno no tendría nada que hacer en ese caso. Creo que tenemos que mantener el asunto en planos distintos.
¿Por qué?
Porque Chile tiene que preservar sus relaciones con Perú de la mejor forma posible, no sólo porque es un país limítrofe, sino porque tenemos una historia y mucho futuro con ese país. Piensa tú que entre Chile y Perú manejamos gran parte del cobre del mundo y también manejamos gran parte de la línea de pescados y de las proteínas del mar del mundo, entre muchas otras cosas más. Entonces, una alianza entre Chile y Perú debiera ser una cosa bienvenida para ambos pueblos.
Lamarca, ¿autoflagelante?
Su crítica el modelo suena un poco autoflagelante. El horizonte económico se ve bien aspectado, todos celebran la proyección del próximo año, está bajando el desempleo...
No me siento autoflagelante. Soy un independiente que observa mucho y veo que hay mucha gente que no está bien, sobre todo los sectores medios que están viviendo muy apretados y al lado uno ve unas tremendas utilidades. La desigualdad se va a transformar en un problema nacional. Tenemos un problema de poderes que afectan a la democracia, porque al irse concentrando, también vas concentrando el poder. Y eso te da también un enorme poder de negociación con el consumidor, con los trabajadores, con tus eventuales competidores...
Durante 20 años usted trabajó en el grupo Copec, que para muchos representa esa concentración económica del país que usted considera inapropiada. ¿Cómo se entiende este cambio en su forma de ver las cosas?
No hay ningún cambio en la forma de ver las cosas. Los seres humanos nacemos en un tiempo y en un espacio determinado, y lo importante es que tratemos de vivir de acuerdo con lo que pensamos. Uno quiere cambiar muchas cosas, pero no puede cambiar el mundo. Entonces, no hay ninguna inconsecuencia. Puedes preguntar en Impuestos Internos, en el sector público, y en Copec cómo fui yo. Si traté de hacer las cosas lo más éticamente posible, si intenté aplicar lo que digo. Y si ves todos mis artículos en La Tercera, verás que hay una línea consistente desde siempre.
¿Pero hay algún punto de inflexión, algún episodio que marcó su interés por la desigualdad?
No. Siempre he pensado lo mismo y lo he escrito en innumerables columnas. Muchas veces dije cosas muy duras. Así que no hay ningún cambio en mi pensamiento. La necesidad de que impere la ética en el sistema de mercado y en la vida de los negocios, y que las cosas sean más equitativas está siempre presente.
¿Qué medidas concretas podrían implementarse ahora?
Lo que he dicho: tenemos que tener un zar de la libre competencia, una defensa potente al consumidor. Hay que pensar en una ética distinta en si uno le va a pagar, por ejemplo, a su empleado o contratista, mantenga una cierta proporcionalidad en eso. Creo que debería haber más conciencia y que los tribunales económicos actuaran más en conciencia que en derecho estricto; fijarse muy bien cuando vienen las fusiones y analizarlas detenidamente. En fin... que no le hagas al otro lo que no quieres que te hagan a ti. No puede ser que quieras que te paguen al contado y tú pagas a seis meses, y puedes hacer eso porque tienes un cierto poder de negociación que otro no tiene.
¿Cómo toman este discurso los empresarios? ¿Lo aceptan o lo resisten?
Si hay algo que ha cambiado, es que las cosas son más abiertas, más diversas, y la gente tiene menos temor a expresarse. Como en todas las cosas en la vida, hay gente del mismo sector empresarial que te encuentra razón y otra que piensa que estás equivocado.
¿Hay un corte generacional en esto?
En alguna medida, sí. La gente más joven es más proclive a tomar estas ideas y conceptos sociales de ética y de igualdad. Eso es cierto. Uno encuentra mejor eco en la gente más joven que en aquellos que vivieron la Guerra Fría.
¿Ahí se ubican los neofácticos?
Los periodistas han hablado de los neofácticos, pero creo que sólo son generaciones de reemplazo y es algo que sucede naturalmente. Es obvio que las generaciones de reemplazo van trayendo más ideas nuevas.
La lámpara del Municipal
Dice que hay que democratizar también la política. Concretamente, ¿a qué se refiere?
Este país está dividido en dos grandes bloques producto del sistema binominal. Reconozco que ese sistema político modera y equilibra. Pero de repente uno se da cuenta de que siempre son los mismos. Muchos de los actuales candidatos a parlamentarios van en su tercera reelección. Son los mismos, son los históricos, los fundacionales. Dentro de esos conglomerados no hay democracia. Después, yo miro a gente como Andrés Allamand, a quien le tengo un gran aprecio, pero me habría gustado que tuviera un competidor.
¿Para que la competencia lo legitimara?
Evidente, porque a partir de eso que pasó en Valdivia con Allamand se puede dar la misma en todas las demás regiones. Y podemos terminar con parlamentarios semidesignados. Entiendo que acabamos de eliminar la figura de los senadores designados... Entonces, es urgente meter más democracia a la política. No puede ser que si tú o yo nos queremos inscribir, tengas que pagar ese impuesto político que les cobran a los independientes que es la condición de reunir 30 mil firmas y no sé cuántos problemas más. Es un tema que hay que discutir. Yo no quiero que me obliguen a votar siempre por los mismos.
Probablemente, para cambiar el modelo la derecha tiene que sensibilizarse con la necesidad de corregirlo. ¿Hay espacio para ello?
La Alianza no ha sido capaz de plantear alternativas razonables ni imaginativas para que el mercado opere de verdad.
¿Cree que, de alguna manera, la derecha se siente obligada a defender esas parcelas de poder?
Bueno, el decil más alto de nuestra sociedad se lleva gran parte de los ingresos y ese decil tiene mucho que ver en las decisiones de la derecha. Ahí hay un problema serio que mucha gente lo piensa, pero que nadie se atreve a decirlo, porque hay muchas conexiones económicas, de amistad, políticas. El enredo es demasiado grande. Es gente que teme decir algo porque puede perder la pega o teme que le pase cualquier otra cosa. Al final, es más cómodo estar donde estamos. Pero lo que sí tengo demasiado claro es que aquí hay un problema de desigualdad que no da para más y hay que entrar a corregirlo.
O sea, ¿el chorreo no funciona?
Funciona a gotas. Eso es lo que, desgraciadamente, ha demostrado la concentración. Porque si estuviéramos en un sistema de mercado con competencia, que funcionara bien, el chorreo sería una realidad. Pero en un sistema que sólo tiene de mercado el nombre, porque todos los poderes están concentrados, el chorreo funciona a goteo. Y tan así es que crecimos a un 6,2, ¿y hacia dónde chorreó el 6,2?
¿Y cómo se mejora esto?
Tenemos que preocuparnos del tema; terminar con esta elite que se pone de acuerdo y que lo pasa bien. Esa imagen se cristaliza en esos grandes eventos que se hacen en el Teatro Municipal, donde todos van de invitados, porque pagar es rasca, y te encuentras con todos los empresarios y con todos los políticos. Ahí está la elite de Chile. Si se llega a caer la lámpara del municipal, queda el desparramo. Ellos están felices, pero qué pasa con el pequeño almacenero, con el viñatero chico o el panadero.
Pero usted también es parte de esa elite, ¿o no?
Por supuesto. Pero tengo derecho a disentir y a decir lo que pienso. Aunque es difícil, muy difícil... Tengo la impresión de que Chile no va a cambiar mientras las elites no suelten la teta. Y creo que va a ser muy difícil que las elites políticas y económicas se decidan a soltarla.

Entravista a Dante Contreras

Desigualdad: Distribución de la Riqueza. Hablemos en serio.
Entrevista a Dante Contreras,
A tu juicio ¿en que consiste la desigualdad?
"La desigualdad que tenemos en Chile es aguda, muy marcada. Sabemos esto desde hace mucho tiempo. Habitualmente se discute y se interesa en una desigualdad de ingresos. Chile está en los primeros lugares en este sentido desde hace mucho tiempo, por lo tanto no es sorprendente que tengamos un 10% de la población muy bien educada, en muy buenos colegios y que viven en ghettos de riqueza, zonas y triángulos que puedes claramente definir. Prácticamente tú puedes nacer, vivir y morir en esos espacios y nunca enterarte que ocurre afuera. Pero si tú lo manifiestas en términos de Vivienda, por ejemplo en metros cuadrados por persona; o bien de salud, de estatura promedio de la población por año de escolaridad, o de espacios de áreas verdes, o en fin en un sinnúmero de ámbitos, tú ves que hay una desigualdad gigantesca, aún más grande que sólo en materia de ingresos. Y esa situación está instalada en Chile desde hace mucho tiempo. El punto crucial es que no va a tener ninguna solución de corto plazo."

¿Cuál es el origen de esta desigualdad?
"El informe del Banco Mundial de 2003 'Desigualdad en América Latina: Quebrando la historia' es muy claro en esto. Este informe buscaba la razón histórica de la desigualdad en América Latina comparando distintos países. Y hay cosas bien notables, hay países más igualitarios que otros (Argentina, Uruguay, Costa Rica) y otros más desiguales (Paraguay, Ecuador, Brasil, Chile). Y ahí ves elementos en común, por ejemplo la distribución de tierras, realizada en grupos selectos cuando se configuró el país y después los vendió y obtuvo dinero. En Chile fue muy centralizada y detentada por ciertos grupos, pero en otros países fue más masivo. Otro factor fue el derecho a voto basado en la educación de las personas, por lo tanto se elegían los representantes y las políticas y medidas en beneficio de los grupos que contaban con este acceso. Esas situaciones limitaron la posibilidad de tener sociedades más integradas o de representar a todos en la toma de decisiones. El tercer elemento son las elites. De acuerdo al BM las elites tienen capturado el poder y el gobierno en la región. La gente que tiene acceso es una masa muy pequeña y retroalimenta decisiones a su favor."
¿Cómo quiebras esta desigualdad?
"El único mecanismo que se conoce hoy condicional al modelo económico es la EDUCACIÓN. Ese 10% de la población en Chile que te mencionaba antes tiene una educación de excelente calidad. Esto crea una situación compleja porque se supone que estás en una sociedad de competencia, donde el más competitivo avanza y surge, pero la verdad no es así porque tu no estás generando las condiciones de competencia e igualdad para que la gente compita en las mismas de condiciones. Lo que se requiere al menos es generar ciertas condiciones mínimas para que la competencia ocurra, sino estas debilitando la eficiencia de la economía y limitando el crecimiento económico y el espacio para toda la gente que estamos perdiendo, porque en el fondo es eso, estamos perdiendo gente de inmenso valor para el país."

LA EDUCACIÓN ES LA CLAVE
Dante sostiene que en un colegio particular pagado se pagan 200 mil al mes, pero en los otros colegios son apenas 30 mil: "esa es la brecha, casi 10 veces, y se refleja en la calidad de infraestructura, en el nivel de los profesores, y se nota después en el SIMCE y en la PSU. Aquí no hay sorpresas.
El desafío es generar educación de calidad. Los gobiernos de la Concertación han sido exitosos en la cantidad de colegios, así que al menos eso ya está resuelto, la cobertura. Ahora bien, el gobierno subvenciona pero hay un error en esto, porque el monto asignado se enfoca en que los niños forman parte de los colegios, no en el tipo de educación que reciben. Por ello el sistema de incentivos debe rediseñarse de pagar a la escuela por mayor productividad o por valor agregado. Es un cambio sustancial e importante que se puede desarrollar con la infraestructura vigente. Esto no soluciona la brecha de factor 10, por lo tanto también debería captar nuevos recursos y orientarlos de alguna manera que ya no premia cantidad sino que premia calidad. Ese sería el eje troncal de una nueva estructura en educación."



En nuestro país baja la pobreza pero no baja la desigualdad, ¿cómo se explica esto?
"No hay ninguna relación entre ambos. Chile ha evolucionado en una trayectoria 'positiva' porque no ha empeorado una variable pero baja la otra. Al menos hay una ganancia en bienestar. Pero el hecho que haya menos pobreza no tiene que ver con que la gente pueda acceder a esa educación que es más cara...
"No, porque la brecha es muy grande y los niveles de ingreso no le permiten competir hacia más arriba. Y eventualmente si pudieran acceder los colegios no lo aceptarían, es una cosa mucho más estructural. Por eso tiene que ser un cambio masivo, un cambio drástico, y no es trivial, requieres diseño y requieres recursos."
Entonces, ¿cómo haces este golpe de timón?
"Yo veo 2 cosas. Primero, una política de tipo 'te voy a sacar plata a ti y a mí para que el niño que no tiene espacios mejore'. No es que yo quiera quitar plata a la gente, sino financiar un programa. Pero, antes, tengo que ver si queremos hacerlo o no, porque sino esto es cándido, una declaración de buenas intenciones. Si lo vamos a discutir, hagámoslo en serio, sino lo dejamos hasta ahí. Si no damos educación de calidad a un niño nos estamos perdiendo a un posible doctor, músico, científico, artista, abogado, etc. A un posible Claudio Arrau, a un Neruda, un Igor Saavedra… a muchos así ya los perdimos.

La pregunta es… ¿los queremos seguir perdiendo?
Si en Chile la probabilidad de inmovilidad social es del 56%, es decir, no hay mayor competencia, no hay mayor presión, te preguntas: ¿los que están tomando las decisiones son efectivamente los más adecuados? Yo le digo a mis alumnos: 'para entrar acá se necesitan 700 puntos, que lo obtiene el 5% de quienes dan la prueba. Si hubiera educación de calidad a todos los niños de Chile, ¿cuántos de ustedes estarían en esta sala? Quizás yo tampoco estaría dando la clase, quizás hay alguien más capacitado que no tuvo la oportunidad, que no se educó."

ATINAR A LARGO PLAZO

¿En cuánto tiempo tu estimas que podemos lograr este cambio?
"En 20 años. Vamos a tener frutos intermedios en el corto plazo, pero un cambio grande sólo lo veremos en 2 décadas. Veremos a niños de comunas rurales compitiendo con otros de colegios más avanzados."

¿Habrá otra manera que no sea el Estado quien tome las riendas de esto?
"Aquí hay un problema no menor: hay mucha gente que está convencida que la educación que está recibiendo su hijo es de muy buena calidad, porque ven algún producto que ellos no tuvieron: mejores colegios, con Internet, mas libros, con mejor raciones de comida, etc. Todas cosas ciertas, pero lo que no ven es que no tienen la educación que se necesita para los próximos 10 o 20 años, de mayor integración al mundo. Por lo tanto veo difícil que la gente demande esto, ya que los papás están tranquilos. Por ello el gobierno es el principal indicado, al menos al comienzo. Uno debiera sentir más vergüenza aún, por desconocer cómo vive el otro. Gente de muchos ingresos desconoce profundamente cómo se vive en condiciones de precariedad. Y yo creo que la gente que vive en esas condiciones de precariedad realmente no sabe la brecha que existe. El punto es, no me interesa la plata del resto, que la gente que gane millones, eso no es el foco. Lo que es triste y realmente ineficiente es que no nos preocupemos de gente que eventualmente puede ser muy productiva, porque lo que a mí me preocupa es que nos perdamos capital humano. Quizás el mejor médico de Chile del futuro sea hoy un niño de Cerro Navia. Y me preocupa que si en el futuro me tengo que operar del corazón ese profesional que potencialmente iba a ser el mejor, se haya perdido. Es como si estuvieras en tu casa y botaras la comida todos los días, dejaras las luces prendidas, el agua corriendo, es decir botando los recursos. Eso es lo que estamos haciendo hoy.

Capitulo XI La Revolución Cultural

Capítulo XI
LA REVOLUCIÓN CULTURAL
En la película [La ley del deseo], Carmen Maura interpreta a
un hombre que se ha sometido a una operación de cambio de sexo
y que, debido a un desgraciado asunto amoroso con su padre, ha
abandonado a los hombres para establecer una relación Iésbica
(supongo) con una mujer, interpretada por un famoso transexual
madrileño.
Reseña cinematográfica en Village Voice,
PAUL BERMAN (1987, p. 572)
Las manifestaciones de más éxito no son necesariamente las
que movilizan a más gente, sino las que suscitan más interés entre
los periodistas. A riesgo de exagerar un poco, podría decirse que
cincuenta tipos listos que sepan montar bien un happening para
que salga cinco minutos por la tele pueden tener tanta incidencia
política como medio millón de manifestantes.
PIERRE BOURDIEU (1994)
I
Por todo lo que acabamos de exponer, la mejor forma de acercarnos a
esta revolución cultural es a través de la familia y del hogar, es decir, a través
de la estructura de las relaciones entre ambos sexos y entre las distintas
generaciones. En la mayoría de sociedades, estas estructuras habían mostrado
una impresionante resistencia a los cambios bruscos, aunque eso no quiere
decir que fuesen estáticas. Además, a pesar de las apariencias de signo
contrario, las estructuras eran de ámbito mundial, o por lo menos presentaban
semejanzas básicas en amplias zonas, aunque, por razones socioeconómicas
y tecnológicas, se ha sugerido que existe una notable diferencia entre
Eurasia (incluyendo ambas orillas del Mediterráneo), por un lado, y el resto
de África, por el otro (Goody, 1990, p. xvn). Así, por ejemplo, la poligamia,
que, según se dice, estaba o había llegado a estar prácticamente ausente de
Eurasia, salvo entre algunos grupos privilegiados y en el mundo árabe, floreció
en África, donde se dice que más de la cuarta parte de los matrimonios
eran polígamos (Goody, 1990, p. 379).
No obstante, a pesar de las variaciones, la inmensa mayoría de la humanidad
compartía una serie de características, como la existencia del matrimonio
formal con relaciones sexuales privilegiadas para los cónyuges (el «adulterio»
se considera una falta en todo el mundo), la superioridad del marido sobre la
mujer («patriarcalismo») y de los padres sobre los hijos, además de la de las
generaciones más ancianas sobre las más jóvenes, unidades familiares formadas
por varios miembros, etc. Fuese cual fuese el alcance y la complejidad de
la red de relaciones de parentesco y los derechos y obligaciones mutuos que
se daban en su seno, el núcleo fundamental —la pareja con hijos— estaba
presente en alguna parte, aunque el grupo o conjunto familiar que cooperase
o conviviese con ellos fuera mucho mayor. La idea de que la familia nuclear,
que se convirtió en el patrón básico de la sociedad occidental en los siglos xix
y xx, había evolucionado de algún modo a partir de una familia y unas unidades
de parentesco mucho más amplias, como un elemento más del desarrollo
del individualismo burgués o de cualquier otra clase, se basa en un
malentendido histórico, sobre todo del carácter de la cooperación social y su
razón de ser en las sociedades preindustriales. Hasta en una institución tan
comunista como la zadruga o familia conjunta de los eslavos de los Balcanes,
«cada mujer trabaja para su familia en el sentido estricto de la palabra, o sea,
para su marido y sus hijos, pero también, cuando le toca, para los miembros
solteros de la comunidad y los huérfanos» (Guidetti y Stahl, 1977, p. 58). La
existencia de este núcleo familiar y del hogar, por supuesto, no significa que
los grupos o comunidades de parentesco en los que se integra se parezcan en
otros aspectos.
Sin embargo, en la segunda mitad del siglo xx esta distribución básica y
duradera empezó a cambiar a la velocidad del rayo, por lo menos en los países
occidentales «desarrollados», aunque de forma desigual dentro de estas
regiones. Así, en Inglaterra y Gales —un ejemplo, lo reconozco, bastante
espectacular—, en 1938 había un divorcio por cada cincuenta y ocho bodas
(Mitchell, 1975, pp. 30-32), pero a mediados de los ochenta, había uno por
cada 2,2 bodas (UN Statistical Yearbook, 1987). Después, podemos ver la
aceleración de esta tendencia en los alegres sesenta. A finales de los años
setenta, en Inglaterra y Gales había más de 10 divorcios por cada 1.000 parejas
casadas, o sea, cinco veces más que en 1961 (Social Trends, 1980, p. 84).
Esta tendencia no se limitaba a Gran Bretaña. En realidad, el cambio
espectacular se ve con la máxima claridad en países de moral estricta y con
una fuerte carga tradicional, como los católicos. En Bélgica, Francia y los
Países Bajos el índice bruto de divorcios (el número anual de divorcios por
cada 1.000 habitantes) se triplicó aproximadamente entre 1970 y 1985. Sin
embargo, incluso en países con tradición de emancipados en estos aspectos,
como Dinamarca y Noruega, se duplicaron o casi triplicaron en el mismo
período. Está claro que algo insólito le estaba ocurriendo al matrimonio en
Occidente. Las pacientes de una clínica ginecológica de California en los
años setenta presentaban «una disminución sustancial en el número de matrimonios
formales, una reducción del deseo de tener hijos ... y un cambio de
actitud hacia la aceptación de una adaptación bisexual» (Esman, 1990,
p. 67). No es probable que una reacción así en una muestra de población
femenina de parte alguna del mundo, incluida California, se hubiese podido
dar antes de esa década.
La cantidad de gente que vivía sola (es decir, que no pertenecía a una
pareja o a una familia más amplia) también empezó a dispararse. En Gran
Bretaña permaneció más o menos estable durante el primer tercio del siglo, en
torno al 6 por 100 de todos los hogares, con una suave tendencia al alza a partir
de entonces. Pero entre 1960 y 1980 el porcentaje casi se duplicó, pasando
del 12 al 22 por 100 de todos los hogares, y en 1991 ya era más de la cuarta
parte (Abrams, 1945; Carr-Saunders et al., 1958; Social Trends, 1993, p. 26).
En muchas de las grandes ciudades occidentales constituían más de la mitad
de los hogares. En cambio, la típica familia nuclear occidental, la pareja casada
con hijos, se encontraba en franca retirada. En los Estados Unidos estas
familias cayeron del 44 por 100 del total de hogares al 29 por 100 en veinte
años (1960-1980); en Suecia, donde casi la mitad de los niños nacidos a
mediados de los años ochenta eran hijos de madres solteras (Ecosoc, p. 21),
pasaron del 37 al 25 por 100. Incluso en los países desarrollados en donde aún
representaban más de la mitad de los hogares en 1960 (Canadá, Alemania
Federal, Países Bajos, Gran Bretaña) se encontraban ahora en franca minoría.
En determinados casos, dejó de ser incluso típica. Así, por ejemplo, en
1991 el 58 por 100 de todas las familias negras de los Estados Unidos estaban
encabezadas por mujeres solteras, y el 70 por 100 de los niños eran hijos
de madres solteras. En 1940 las madres solteras sólo eran cabezas de familia
del 11,3 por 100 de las familias de color, e incluso en las ciudades, sólo del
12,4 por 100 (Frazier, 1957, p. 317). Todavía en 1970 la cifra era de sólo
el 33 por 100 (New York Times, 5-10-92).
La crisis de la familia estaba vinculada a importantes cambios en las actitudes
públicas acerca de la conducta sexual, la pareja y la procreación, tanto
oficiales como extraoficiales, los más importantes de los cuales pueden
datarse, de forma coincidente, en los años sesenta y setenta. Oficialmente
esta fue una época de liberalización extraordinaria tanto para los heterosexuales
(o sea, sobre todo, para las mujeres, que hasta entonces habían gozado
de mucha menos libertad que los hombres) como para los homosexuales,
además de para las restantes formas de disidencia en materia de cultura
sexual. En Gran Bretaña la mayor parte de las actividades homosexuales fueron
legalizadas en la segunda mitad de los años sesenta, unos años más tarde
que en los Estados Unidos, donde el primer estado en legalizar la sodomía
(Illinois) lo hizo en 1961 (Johansson y Percy, 1990, pp. 304 y 1.349). En la
mismísima Italia del papa, el divorcio se legalizó en 1970, derecho confir
mado mediante referéndum en 1974. La venta de anticonceptivos y la información
sobre los métodos de control de la natalidad se legalizaron en 1971,
y en 1975 un nuevo código de derecho familiar sustituyó al viejo que había
estado en vigor desde la época fascista. Finalmente, el aborto pasó a ser legal
en 1978, lo cual fue confirmado mediante referéndum en 1981.
Aunque no cabe duda de que unas leyes permisivas hicieron más fáciles
unos actos hasta entonces prohibidos y dieron mucha más publicidad a estas
cuestiones, la ley reconoció más que creó el nuevo clima de relajación
sexual. Que en los años cincuenta sólo el 1 por 100 de las mujeres británicas
hubiesen cohabitado durante un tiempo con su futuro marido antes de casarse
no se debía a la legislación, como tampoco el hecho de que a principios de
los años ochenta el 21 por 100 de las mujeres lo hiciesen (Gillis, 1985,
p. 307). Pasaron a estar permitidas cosas que hasta entonces habían estado
prohibidas, no sólo por la ley o la religión, sino también por la moral consuetudinaria,
las convenciones y el qué dirán.
Estas tendencias no afectaron por igual a todas las partes del mundo.
Mientras que el divorcio fue en aumento en todos los países donde era permitido
(asumiendo, por el momento, que la disolución formal del matrimonio
mediante un acto oficial signifícase lo mismo en todos ellos), el matrimonio se
había convertido en algo mucho menos estable en algunos. En los años ochenta
siguió siendo mucho más permanente en los países católicos (no comunistas).
El divorcio era mucho menos corriente en la península ibérica y en Italia, y
aún menos en América Latina, incluso en países que presumen de avanzados:
un divorcio por cada 22 matrimonios en México, por cada 33 en Brasil (pero
uno por cada 2,5 en Cuba). Corea del Sur se mantuvo como un país insólitamente
tradicional teniendo en cuenta lo rápido de su desarrollo (un divorcio
por cada 11 matrimonios), pero a principios de los ochenta hasta Japón
tenía un índice de divorcio de menos de la cuarta parte que Francia y muy
inferior al de los británicos y los norteamericanos, más propensos a divorciarse.
Incluso dentro del mundo (entonces) socialista se daban diferencias, aunque
más reducidas que en el mundo capitalista, salvo en la URSS, a la que sólo
superaban los Estados Unidos en la propensión de sus habitantes a disolver sus
matrimonios (UN World Social Situation, 1989, p. 36). Estas diferencias no nos
sorprenden. Lo que era y sigue siendo mucho más interesante es que, grandes
o pequeñas, las mismas transformaciones pueden detectarse por todo el mundo
«en vías de modernización». Algo que resulta evidente, sobre todo, en el
campo de la cultura popular o, más concretamente, de la cultura juvenil.
Y es que si el divorcio, los hijos ilegítimos y el auge de las familias monoparentales
(es decir, en la inmensa mayoría, sólo con la madre) indicaban la
crisis de la relación entre los sexos, el auge de una cultura específicamente
juvenil muy potente indicaba un profundo cambio en la relación existente
entre las distintas generaciones. Los jóvenes, en tanto que grupo con conciencia
propia que va de la pubertad —que en los países desarrollados empezó a
darse algunos años antes que en la generación precedente (Tanner, 1962,
p. 153)— hasta mediados los veinte años, se convirtieron ahora en un grupo
social independiente. Los acontecimientos más espectaculares, sobre todo de
los años sesenta y setenta, fueron las movilizaciones de sectores generacionales
que, en países menos politizados, enriquecían a la industria discográfica, el
75-80 por 100 de cuya producción —a saber, música rock— se vendía casi
exclusivamente a un público de entre catorce y veinticinco años (Hobsbawm,
1993, pp. XXVIII-XXIX). La radicalización política de los años sesenta, anticipada
por contingentes reducidos de disidentes y automarginados culturales
etiquetados de varias formas, perteneció a los jóvenes, que rechazaron la condición
de niños o incluso de adolescentes (es decir, de personas todavía
no adultas), al tiempo que negaban el carácter plenamente humano de toda
generación que tuviese más de treinta años, con la salvedad de algún que otro
gurú.
Con la excepción de China, donde el anciano Mao movilizó a las masas
juveniles con resultados terribles (véase el capítulo XVI), a los jóvenes radicales
los dirigían —en la medida en que aceptasen que alguien los dirigiera—
miembros de su mismo grupo. Este es claramente el caso de los movimientos
estudiantiles, de alcance mundial, aunque en los países en donde
éstos precipitaron levantamientos de las masas obreras, como en Francia y en
Italia en 1968-1969, la iniciativa también venía de trabajadores jóvenes.
Nadie con un mínimo de experiencia de las limitaciones de la vida real, o
sea, nadie verdaderamente adulto, podría haber ideado las confiadas pero
manifiestamente absurdas consignas del mayo parisino de 1968 o del «otoño
caliente» italiano de 1969: «tutto e súbito», lo queremos todo y ahora mismo
(Albers/Goldschmidt/Oehlke, 1971, pp. 59 y 184).
La nueva «autonomía» de la juventud como estrato social independiente
quedó simbolizada por un fenómeno que, a esta escala, no tenía seguramente
parangón desde la época del romanticismo: el héroe cuya vida y juventud
acaban al mismo tiempo. Esta figura, cuyo precedente en los años cincuenta
fue la estrella de cine James Dean, era corriente, tal vez incluso el ideal típico,
dentro de lo que se convirtió en la manifestación cultural característica de
la juventud: la música rock. Buddy Holly, Janis Joplin, Brian Jones de los
Rolling Stones, Bob Marley, Jimmy Hendrix y una serie de divinidades
populares cayeron víctimas de un estilo de vida ideado para morir pronto. Lo
que convertía esas muertes en simbólicas era que la juventud, que representaban,
era transitoria por definición. La de actor puede ser una profesión para
toda la vida, pero no la de jeune premier.
No obstante, aunque los componentes de la juventud cambian constantemente
—es público y notorio que una «generación» estudiantil sólo dura tres
o cuatro años—, sus filas siempre vuelven a llenarse. El surgimiento del adolescente
como agente social consciente recibió un reconocimiento cada vez
más amplio, entusiasta por parte de los fabricantes de bienes de consumo,
menos caluroso por parte de sus mayores, que veían cómo el espacio existente
entre los que estaban dispuestos a aceptar la etiqueta de «niño» y los
que insistían en la de «adulto» se iba expandiendo. A mediados de los sesenta,
incluso el mismísimo movimiento de Baden Powell, los Boy Scouts
ingleses, abandonó la primera parte de su nombre como concesión al espíritu
de los tiempos, y cambió el viejo sombrero de explorador por la menos
indiscreta boina (Gillis, 1974, p. 197).
Los grupos de edad no son nada nuevo en la sociedad, e incluso en la
civilización burguesa se reconocía la existencia de un sector de quienes
habían alcanzado la madurez sexual, pero todavía se encontraban en pleno
crecimiento físico e intelectual y carecían de la experiencia de la vida adulta.
El hecho de que este grupo fuese cada vez más joven al empezar la pubertad
y que alcanzara antes su máximo crecimiento (Floud et a/., 1990) no alteraba
de por sí la situación, sino que se limitaba a crear tensiones entre los jóvenes
y sus padres y profesores, que insistían en tratarlos como menos adultos
de lo que ellos creían ser. Los ambientes burgueses esperaban de sus muchachos
—a diferencia de las chicas— que pasasen por una época turbulenta y
«hicieran sus locuras» antes de «sentar la cabeza». La novedad de la nueva
cultura juvenil tenía una triple vertiente.
En primer lugar, la «juventud» pasó a verse no como una fase preparatoria
para la vida adulta, sino, en cierto sentido, como la fase culminante del
pleno desarrollo humano. Al igual que en el deporte, la actividad humana en
la que la juventud lo es todo, y que ahora definía las aspiraciones de más
seres humanos que ninguna otra, la vida iba claramente cuesta abajo a partir
de los treinta años. Como máximo, después de esa edad ya era poco lo
que tenía interés. El que esto no se correspondiese con una realidad social
en la que (con la excepción del deporte, algunos tipos de espectáculo y tal
vez las matemáticas puras) el poder, la influencia y el éxito, además de la
riqueza, aumentaban con la edad, era una prueba más del modo insatisfactorio
en que estaba organizado el mundo. Y es que, hasta los años setenta,
el mundo de la posguerra estuvo gobernado por una gerontocracia en mucha
mayor medida que en épocas pretéritas, en especial por hombres —apenas
por mujeres, todavía— que ya eran adultos al final, o incluso al principio,
de la primera guerra mundial. Esto valía tanto para el mundo capitalista
(Adenauer, De Gaulle, Franco, Churchill) como para el comunista (Stalin y
Kruschev, Mao, Ho Chi Minh, Tito), además de para los grandes estados
poscoloniales (Gandhi, Nehru, Sukarno). Los dirigentes de menos de cuarenta
años eran una rareza, incluso en regímenes revolucionarios surgidos
de golpes militares, una clase de cambio político que solían llevar a cabo
oficiales de rango relativamente bajo, por tener menos que perder que los de
rango superior; de ahí gran parte del impacto de Fidel Castro, que se hizo
con el poder a los treinta y dos años.
No obstante, se hicieron algunas concesiones tácitas y acaso no siempre
conscientes a los sectores juveniles de la sociedad, por parte de las clases
dirigentes y sobre todo por parte de las florecientes industrias de los cosmé
ticos, del cuidado del cabello y de la higiene íntima, que se beneficiaron
desproporcionadamente de la riqueza acumulada en unos cuantos países
desarrollados.1 A partir de finales de los años sesenta hubo una tendencia a
rebajar la edad de voto a los dieciocho años —por ejemplo en los Estados
Unidos, Gran Bretaña, Alemania y Francia— y también se dio algún signo
de disminución de la edad de consentimiento para las relaciones sexuales
(heterosexuales). Paradójicamente, a medida que se iba prolongando la
esperanza de vida, el porcentaje de ancianos aumentaba y, por lo menos
entre la clase alta y la media, la decadencia senil se retrasaba, se llegaba
antes a la edad de jubilación y, en tiempos difíciles, la «jubilación anticipada
» se convirtió en uno de los métodos predilectos para recortar costos laborales.
Los ejecutivos de más de cuarenta años que perdían su empleo encontraban
tantas dificultades como los trabajadores manuales y administrativos
para encontrar un nuevo trabajo.
La segunda novedad de la cultura juvenil deriva de la primera: era o se
convirtió en dominante en las «economías desarrolladas de mercado», en
parte porque ahora representaba una masa concentrada de poder adquisitivo,
y en parte porque cada nueva generación de adultos se había socializado formando
parte de una cultura juvenil con conciencia propia y estaba marcada
por esta experiencia, y también porque la prodigiosa velocidad del cambio
tecnológico daba a la juventud una ventaja tangible sobre edades más conservadoras
o por lo menos no tan adaptables. Sea cual sea la estructura
de edad de los ejecutivos de IBM o de Hitachi, lo cierto es que sus nuevos
ordenadores y sus nuevos programas los diseñaba gente de veintitantos años.
Y aunque esas máquinas y esos programas se habían hecho con la esperanza
de que hasta un tonto pudiese manejarlos, la generación que no había crecido
con ellos se daba perfecta cuenta de su inferioridad respecto a las generaciones
que lo habían hecho. Lo que los hijos podían aprender de sus padres
resultaba menos evidente que lo que los padres no sabían y los hijos sí. El
papel de las generaciones se invirtió. Los téjanos, la prenda de vestir deliberadamente
humilde que popularizaron en los campus universitarios norteamericanos
los estudiantes que no querían tener el mismo aspecto que sus
mayores, acabaron por asomar, en días festivos y en vacaciones, o incluso en
el lugar de trabajo de profesionales «creativos» o de otras ocupaciones de
moda, por debajo de más de una cabeza gris.
La tercera peculiaridad de la nueva cultura juvenil en las sociedades
urbanas fue su asombrosa internacionalización. Los téjanos y el rock se convirtieron
en las marcas de la juventud «moderna», de las minorías destinadas
a convertirse en mayorías en todos los países en donde se los toleraba e
incluso en algunos donde no, como en la URSS a partir de los años sesenta
1. Del mercado mundial de «productos de uso personal» en 1990, el 34 por 100 le
correspondía a la Europa no comunista, el 30 por 100 a Norteamérica y el 19 por 100 a Japón.
El 85 por 100 restante de la población mundial se repartía el 16-17 por 100 entre todos sus
miembros (más ricos) (Financial Times, 11-4-1991).
(Starr, 1990, capítulos 12 y 13). El inglés de las letras del rock a menudo ni
siquiera se traducía, lo que reflejaba la apabullante hegemonía cultural de los
Estados Unidos en la cultura y en los estilos de vida populares, aunque hay
que destacar que los propios centros de la cultura juvenil de Occidente no
eran nada patrioteros en este terreno, sobre todo en cuanto a gustos musicales,
y recibían encantados estilos importados del Caribe, de América Latina
y, a partir de los años ochenta, cada vez más, de África.
La hegemonía cultural no era una novedad, pero su modus operandi había
cambiado. En el período de entreguerras, su vector principal había sido la
industria cinematográfica norteamericana, la única con una distribución masiva
a escala planetaria, y que era vista por un público de cientos de millones de
individuos que alcanzó sus máximas dimensiones justo después de la segunda
guerra mundial. Con el auge de la televisión, de la producción cinematográfica
internacional y con el fin del sistema de estudios de Hollywood, la industria
norteamericana perdió parte de su preponderancia y una parte aún mayor de
su público. En 1960 no produjo más que una sexta parte de la producción
cinematográfica mundial, aun sin contar a Japón ni a la India {UN Statistical
Yearbook, 1961), si bien con el tiempo recuperaría gran parte de su hegemonía.
Los Estados Unidos no consiguieron nunca dominar de modo comparable
los distintos mercados televisivos, inmensos y lingüísticamente más variados.
Su moda juvenil se difundió directamente, o bien amplificada por la intermediación
de Gran Bretaña, gracias a una especie de osmosis informal, a través
de discos y luego cintas, cuyo principal medio de difusión, ayer igual que hoy
y que mañana, era la anticuada radio. Se difundió también a través de los
canales de distribución mundial de imágenes; a través de los contactos personales
del turismo juvenil internacional, que diseminaba cantidades cada vez
mayores de jóvenes en téjanos por el mundo; a través de la red mundial de
universidades, cuya capacidad para comunicarse con rapidez se hizo evidente
en los años sesenta. Y se difundió también gracias a la fuerza de la moda en
la sociedad de consumo que ahora alcanzaba a las masas, potenciada por la
presión de los propios congéneres. Había nacido una cultura juvenil global.
¿Habría podido surgir en cualquier otra época? Casi seguro que no. Su
público habría sido mucho más reducido, en cifras relativas y absolutas, pues
la prolongación de la duración de los estudios, y sobre todo la aparición de
grandes conjuntos de jóvenes que convivían en grupos de edad en las universidades
provocó una rápida expansión del mismo. Además, incluso los
adolescentes que entraban en el mercado laboral al término del período mínimo
de escolarización (entre los catorce y dieciséis años en un país «desarrollado
» típico) gozaban de un poder adquisitivo mucho mayor que sus predecesores,
gracias a la prosperidad y al pleno empleo de la edad de oro, y gracias
a la mayor prosperidad de sus padres, que ya no necesitaban tanto las
aportaciones de sus hijos al presupuesto familiar. Fue el descubrimiento de
este mercado juvenil a mediados de los años cincuenta lo que revolucionó el
negocio de la música pop y, en Europa, el sector de la industria de la moda
dedicado al consumo de masas. El «boom británico de los adolescentes», que
comenzó por aquel entonces, se basaba en las concentraciones urbanas de
muchachas relativamente bien pagadas en las cada vez más numerosas tiendas
y oficinas, que a menudo tenían más dinero para gastos que los chicos, y
dedicaban entonces cantidades menores a gastos tradicionalmente masculinos
como la cerveza y el tabaco. El boom «mostró su fuerza primero en el
mercado de artículos propios de muchachas adolescentes, como blusas, faldas,
cosméticos y discos» (Alien, 1968, pp. 62-63), por no hablar de los conciertos
de música pop, cuyo público más visible, y audible, eran ellas. El
poder del dinero de los jóvenes puede medirse por las ventas de discos en los
Estados Unidos, que subieron de 277 millones en 1955, cuando hizo su aparición
el rock, a 600 millones en 1959 y a 2.000 millones en 1973 (Hobsbawm,
1993, p. xxix). En los Estados Unidos, cada miembro del grupo de
edad comprendido entre los cinco y los diecinueve años se gastó por lo
menos cinco veces más en discos en 1970 que en 1955. Cuanto más rico el
país, mayor el negocio discográfico: los jóvenes de los Estados Unidos, Suecia,
Alemania Federal, los Países Bajos y Gran Bretaña gastaban entre siete
y diez veces más por cabeza que los de países más pobres pero en rápido
desarrollo como Italia y España.
Su poder adquisitivo facilitó a los jóvenes el descubrimiento de señas
materiales o culturales de identidad. Sin embargo, lo que definió los contornos
de esa identidad fue el enorme abismo histórico que separaba a las generaciones
nacidas antes de, digamos, 1925 y las nacidas después, digamos,
de 1950; un abismo mucho mayor que el que antes existía entre padres e
hijos. La mayoría de los padres de adolescentes adquirió plena conciencia de
ello durante o después de los años sesenta. Los jóvenes vivían en sociedades
divorciadas de su pasado, ya fuesen transformadas por la revolución, como
China, Yugoslavia o Egipto; por la conquista y la ocupación, como Alemania
y Japón; o por la liberación del colonialismo. No se acordaban de la época de
antes del diluvio. Con la posible y única excepción de la experiencia compartida
de una gran guerra nacional, como la que unió durante algún tiempo
a jóvenes y mayores en Rusia y en Gran Bretaña, no tenían forma alguna de
entender lo que sus mayores habían experimentado o sentido, ni siquiera
cuando éstos estaban dispuestos a hablar del pasado, algo que no acostumbraba
a hacer la mayoría de alemanes, japoneses y franceses. ¿Cómo podía
un joven indio, para quien el Congreso era el gobierno o una maquinaria
política, comprender a alguien para quien éste había sido la expresión de una
lucha de liberación nacional? ¿Cómo podían ni siquiera los jóvenes y brillantes
economistas indios que conquistaron las facultades de economía del
mundo entero llegar a entender a sus maestros, para quienes el colmo de la
ambición, en la época colonial, había sido simplemente llegar a ser «tan buenos
como» el modelo de la metrópoli?
La edad de oro ensanchó este abismo, por lo menos hasta los años setenta.
¿Cómo era posible que los chicos y chicas que crecieron en una época de
pleno empleo entendiesen la experiencia de los años treinta, o viceversa, que
una generación mayor entendiese a una juventud para la que un empleo no
era un puerto seguro después de la tempestad, sino algo que podía conseguirse
en cualquier momento y abandonarse siempre que a uno le vinieran
ganas de irse a pasar unos cuantos meses al Nepal? Esta versión del abismo
generacional no se circunscribía a los países industrializados, pues el drástico
declive del campesinado produjo brechas similares entre las generaciones
rurales y ex rurales, manuales y mecanizadas. Los profesores de historia
franceses, educados en una Francia en donde todos los niños venían del campo
o pasaban las vacaciones en él, descubrieron en los años setenta que tenían
que explicar a los estudiantes lo que hacían las pastoras y qué aspecto tenía
un patio de granja con su montón de estiércol. Más aún, el abismo
generacional afectó incluso a aquellos —la mayoría de los habitantes del
mundo— que habían quedado al margen de los grandes acontecimientos
políticos del siglo, o que no se habían formado una opinión acerca de ellos,
salvo en la medida en que afectasen su vida privada.
Pero hubiese quedado o no al margen de estos acontecimientos, la mayoría
de la población mundial era más joven que nunca. En los países del ter- ¡ cer
mundo donde todavía no se había producido la transición de unos índices de
natalidad altos a otros más bajos, era probable que entre dos quintas partes y
la mitad de los habitantes tuvieran menos de catorce años. Por fuertes que
fueran los lazos de familia, por poderosa que fuese la red de la tradición
que los rodeaba, no podía dejar de haber un inmenso abismo entre su
concepción de la vida, sus experiencias y sus expectativas y las de las generaciones
mayores. Los exiliados políticos surafricanos que regresaron a su
país a principios de los años noventa tenían una percepción de lo que significaba
luchar por el Congreso Nacional Africano diferente de la de los jóvenes
«camaradas» que hacían ondear la misma bandera en los guetos africanos. Y
¿cómo podía interpretar a Nelson Mandela la mayoría de la gente de Soweto,
nacida mucho después de que éste ingresara en prisión, sino como un
símbolo o una imagen? En muchos aspectos, el abismo generacional era
mayor en países como estos que en Occidente, donde la existencia de instituciones
permanentes y de continuidad política unía a jóvenes y mayores.
III
La cultura juvenil se convirtió en la matriz de la revolución cultural en el
sentido más amplio de una revolución en el comportamiento y las costumbres,
en el modo de disponer del ocio y en las artes comerciales, que pasaron
a configurar cada vez más el ambiente que respiraban los hombres y mujeres
urbanos. Dos de sus características son importantes: era populista e iconoclasta,
sobre todo en el terreno del comportamiento individual, en el que todo
el mundo tenía que «ir a lo suyo» con las menores injerencias posibles, aunque
en la práctica la presión de los congéneres y la moda impusieran la misma
uniformidad que antes, por lo menos dentro de los grupos de congéneres
y de las subculturas.
Que los niveles sociales más altos se inspirasen en lo que veían en «el
pueblo» no era una novedad en sí mismo. Aun dejando a un lado a la reina
María Antonieta, que jugaba a hacer de pastora, los románticos habían adorado
la cultura, la música y los bailes populares campesinos, sus intelectuales
más a la moda (Baudelaire) habían coqueteado con la nostalgie de la
boue (nostalgia del arroyo) urbana, y más de un Victoriano había descubierto
que las relaciones sexuales con miembros de las clases inferiores, de uno u
otro sexo según los gustos personales, eran muy gratificantes. (Estos sentimientos
no han desaparecido aún a fines del siglo xx.) En la era del imperialismo
las influencias culturales empezaron a actuar sistemáticamente de
abajo arriba (véase La era del imperio, capítulo 9) gracias al impacto de las
nuevas artes plebeyas y del cine, el entretenimiento de masas por excelencia.
Pero la mayoría de los espectáculos populares y comerciales de entreguerras
seguían bajo la hegemonía de la clase media o amparados por su
cobertura. La industria cinematográfica del Hollywood clásico era, antes
que nada, respetable: sus ideas sociales eran la versión estadounidense de
los sólidos «valores familiares», y su ideología, la de la oratoria patriótica.
Siempre que, buscando el éxito de taquilla, Hollywood descubría un género
incompatible con el universo moral de las quince películas de la serie de
«Andy Hardy» (1937-1947), que ganó un Osear por su «aportación al fomento
del modo de vida norteamericano» (Halliwell, 1988, p. 321), como
ocurrió con las primeras películas de gangsters, que corrían el riesgo de
idealizar a los delincuentes, el orden moral quedaba pronto restaurado, si es
que no estaba ya en las seguras manos del Código de Producción de Hollywood
(1934-1966), que limitaba la duración permitida de los besos (con la
boca cerrada) en pantalla a un máximo de treinta segundos. Los mayores
triunfos de Hollywood —como Lo que el viento se llevó— se basaban en
novelas concebidas para un público de cultura y clase medias, y pertenecían
a ese universo cultural en el mismo grado que La feria de las vanidades de
Thackeray o el Cyrano de Bergerac de Edmond Rostand. Sólo el género
anárquico y populista de la comedia cinematográfica, hija del vodevil y del
circo, se resistió un tiempo a ser ennoblecido, aunque en los años treinta
acabó sucumbiendo a las presiones de un brillante género de bulevar, la
«comedia loca» de Hollywood.
También el triunfante «musical» de Broadway del período de entreguerras,
y los números bailables y canciones que contenía, eran géneros burgueses,
aunque inconcebibles sin la influencia del jazz. Se escribían para la clase
media de Nueva York, con libretos y letras dirigidos claramente a un
público adulto que se veía a sí mismo como gente refinada de ciudad. Una
rápida comparación de las letras de Cole Porter con las de los Rolling Stones
basta para ilustrar este punto. Al igual que la edad de oro de Hollywood, la
edad de oro de Broadway se basaba en la simbiosis de lo plebeyo y lo respetable,
pero no de lo populista.
La novedad de los años cincuenta fue que los jóvenes de clase media y
alta, por lo menos en el mundo anglosajón, que marcaba cada vez más la
pauta universal, empezaron a aceptar como modelos la música, la ropa e
incluso el lenguaje de la clase baja urbana, o lo que creían que lo era. La
música rock fue el caso más sorprendente. A mediados de los años cincuenta,
surgió del gueto de la «música étnica» o de rythm and blues de los catálogos
de las compañías de discos norteamericanas, destinadas a los negros
norteamericanos pobres, para convertirse en el lenguaje universal de la
juventud, sobre todo de la juventud blanca. Anteriormente, los jóvenes elegantes
de clase trabajadora habían adoptado los estilos de la moda de los
niveles sociales más altos o de subcultures de clase media como los artistas
bohemios; en mayor grado aún las chicas de clase trabajadora. Ahora parecía
tener lugar una extraña inversión de papeles: el mercado de la moda joven
plebeya se independizó, y empezó a marcar la pauta del mercado patricio.
Ante el avance de los téjanos (para ambos sexos), la alta costura parisina se
retiró, o aceptó su derrota utilizando sus marcas de prestigio para vender productos
de consumo masivo, directamente o a través de franquicias. El
de 1965 fue el primer año en que la industria de la confección femenina de
Francia produjo más pantalones que faldas (Veillon, 1993, p. 6). Los jóvenes
aristócratas empezaron a desprenderse de su acento y a emplear algo parecido
al habla de la clase trabajadora londinense.2 Jóvenes respetables de uno y otro
sexo empezaron a copiar lo que hasta entonces no había sido más que una
moda indeseable y machista de obreros manuales, soldados y similares: el
uso despreocupado de tacos en la conversación. La literatura siguió la pauta:
un brillante crítico teatral llevó la palabra fuck [«joder»] a la audiencia
radiofónica de Gran Bretaña. Por primera vez en la historia de los cuentos de
hadas, la Cenicienta se convirtió en la estrella del baile por el hecho de no
llevar ropajes espléndidos.
El giro populista de los gustos de la juventud de clase media y alta en
Occidente, que tuvo incluso algunos paralelismos en el tercer mundo, con la
conversión de los intelectuales brasileños en adalides de la samba,3 puede
tener algo que ver con el fervor revolucionario que en política e ideología
mostraron los estudiantes de clase media unos años más tarde. La moda suele
ser profética, aunque nadie sepa cómo. Y ese estilo se vio probablemente
reforzado entre los jóvenes de sexo masculino por la aparición de una subcultura
homosexual de singular importancia a la hora de marcar las pautas de
la moda y el arte. Sin embargo, puede que baste considerar que el estilo
populista era una forma de rechazar los valores de la generación de los
padres o, más bien, un lenguaje con el que los jóvenes tanteaban nuevas formas
de relacionarse con un mundo para el que las normas y. los valores de
sus mayores parecía que ya no eran válidos.
2. Los jóvenes de Eton empezaron a hacerlo a finales de los años cincuenta, según un
vicedirector de esa institución de elite.
3. Chico Buarque de Holanda, la máxima figura en el panorama de la música popular bra
sileña, era hijo de un destacado historiador progresista que había sido una importante figura en
el renacimiento cultural e intelectual de su país en los años treinta.
El carácter iconoclasta de la nueva cultura juvenil afloró con la máxima
claridad en los momentos en que se le dio plasmación intelectual, como en
los carteles que se hicieron rápidamente famosos del mayo francés del 68:
«Prohibido prohibir», y en la máxima del radical pop norteamericano Jerry
Rubin de que uno nunca debe fiarse de alguien que no haya pasado una temporada
a la sombra (de una cárcel) (Wiener, 1984, p. 204). Contrariamente a
lo que pudiese parecer en un principio, estas no eran consignas políticas en
el sentido tradicional, ni siquiera en el sentido más estricto de abogar por la
derogación de leyes represivas. No era ese su objetivo, sino que eran anuncios
públicos de sentimientos y deseos privados. Tal como decía la consigna de
mayo del 68: «Tomo mis deseos por realidades, porque creo en la realidad
de mis deseos» (Katsiaficas, 1987, p. 101). Aunque tales deseos apareciesen
en declaraciones, grupos y movimientos públicos, incluso en lo que parecían
ser, y a veces acababan por desencadenar, rebeliones de las masas, el subjetivismo
era su esencia. «Lo personal es político» se convirtió en una importante
consigna del nuevo feminismo, que acaso fue el resultado más duradero
de los años de radicalización. Significaba algo más que la afirmación de
que el compromiso político obedecía a motivos y a satisfacciones personales,
y que el criterio del éxito político era cómo afectaba a la gente. En boca de
algunos, sólo quería decir que «todo lo que me preocupe, lo llamaré político
», como en el título de un libro de los años setenta, Fat Is a Feminist Issue*
(Orbach, 1978).
La consigna de mayo del 68 «Cuando pienso en la revolución, me entran
ganas de hacer el amor» habría desconcertado no sólo a Lenin, sino también
a Ruth Fischer, la joven militante comunista vienesa cuya defensa de la promiscuidad
sexual atacó Lenin (Zetkin, 1968, pp. 28 ss.). Pero, en cambio,
hasta para los típicos radicales neomarxistas-leninistas de los años sesenta y
setenta, el agente de la Comintern de Brecht que, como un viajante de
comercio, «hacía el amor teniendo otras cosas en la mente» («Der Liebe
pflegte ich achtlos», Brecht, 1976, II, p. 722) habría resultado incomprensible.
Para ellos lo importante no era lo que los revolucionarios esperasen conseguir
con sus actos, sino lo que hacían y cómo se sentían al hacerlo. Hacer
el amor y hacer la revolución no podían separarse con claridad.
La liberación personal y la liberación social iban, pues, de la mano, y las
formas más evidentes de romper las ataduras del poder, las leyes y las normas
del estado, de los padres y de los vecinos eran el sexo y las drogas. El
primero, en sus múltiples formas, no estaba ya por descubrir. Lo que el poeta
conservador y melancólico quería decir con el verso «Las relaciones
sexuales empezaron en 1963» (Larkin, 1988, p. 167) no era que esta actividad
fuese poco corriente antes de los años sesenta o que él no la hubiese
practicado, sino que su carácter público cambió con —los ejemplos son
suyos— el proceso a El amante de Lady Chatterley y «el primer LP de los
«La gordura es un tema feminista». (N. del t.)
Beatles». En los casos en que había existido una prohibición previa, estos
gestos contra los usos establecidos eran fáciles de hacer. En los casos en que
se había dado una cierta tolerancia oficial o extraoficial, como por ejemplo
en las relaciones lésbicas, el hecho de que eso era un gesto tenía que recalcarse
de modo especial. Comprometerse en público con lo que hasta entonces
estaba prohibido o no era convencional («salir a la luz») se convirtió,
pues, en algo importante. Las drogas, en cambio, menos el alcohol y el tabaco,
habían permanecido confinadas en reducidas subculturas de la alta
sociedad, la baja y los marginados, y no se beneficiaron de mayor permisividad
legal. Las drogas se difundieron no sólo como gesto de rebeldía, ya
que las sensaciones que posibilitaban les daban atractivo suficiente. No obstante,
el consumo de drogas era, por definición, una actividad ilegal, y el
mismo hecho de que la droga más popular entre los jóvenes occidentales, la
marihuana, fuese posiblemente menos dañina que el alcohol y el tabaco,
hacía del fumarla (generalmente, una actividad social) no sólo un acto de
desafío, sino de superioridad sobre quienes la habían prohibido. En los
anchos horizontes de la Norteamérica de los años sesenta, donde coincidían
los fans del rock con los estudiantes radicales, la frontera entre pegarse un
colocón y levantar barricadas a veces parecía nebulosa.
La nueva ampliación de los límites del comportamiento públicamente
aceptable, incluida su vertiente sexual, aumentó seguramente la experimentación
y la frecuencia de conductas hasta entonces consideradas inaceptables o
pervertidas, y las hizo más visibles. Así, en los Estados Unidos, la aparición
pública de una subcultura homosexual practicada abiertamente, incluso en
las dos ciudades que marcaban la pauta, San Francisco y Nueva York, y que
se influían mutuamente, no se produjo hasta bien entrados los años sesenta,
y su aparición como grupo de presión política en ambas ciudades, hasta los
años setenta (Duberman et ai, 1989, p. 460). Sin embargo, la importancia
principal de estos cambios estriba en que, implícita o explícitamente, rechazaban
la vieja ordenación histórica de las relaciones humanas dentro de la
sociedad, expresadas, sancionadas y simbolizadas por las convenciones y
prohibiciones sociales.
Lo que resulta aún más significativo es que este rechazo no se hiciera en
nombre de otras pautas de ordenación social, aunque el nuevo libertarismo
recibiese justificación ideológica de quienes creían que necesitaba esta etiqueta,
4 sino en el nombre de la ilimitada autonomía del deseo individual, con
lo que se partía de la premisa de un mundo de un individualismo egocéntrico
llevado hasta el límite. Paradójicamente, quienes se rebelaban contra las convenciones
y las restricciones partían de la misma premisa en que se basaba la
sociedad de consumo, o por lo menos de las mismas motivaciones psicológi-
4. Sin embargo, apenas suscitó un interés renovado la única ideología que creía que la
acción espontánea, sin organizar, antiautoritaria y libertaria provocaría el nacimiento de una
sociedad nueva, justa y sin estado, o sea, el anarquismo de Bakunin o de Kropotkin, aunque éste
se encontrase mucho más cerca de las auténticas ideas de la mayoría de los estudiantes rebeldes
de los años sesenta y setenta que el marxismo tan en boga por aquel entonces.
cas que quienes vendían productos de consumo y servicios habían descubierto
que eran más eficaces para la venta.
Se daba tácitamente por sentado que el mundo estaba compuesto por
varios miles de millones de seres humanos, definidos por el hecho de ir en
pos de la satisfacción de sus propios deseos, incluyendo deseos hasta entonces
prohibidos o mal vistos, pero ahora permitidos, no porque se hubieran
convertido en moralmente aceptables, sino porque los compartía un gran
número de egos. Así, hasta los años noventa, la liberalización se quedó en el
límite de la legalización de las drogas, que continuaron estando prohibidas
con más o menos severidad, y con un alto grado de ineficacia. Y es que a
partir de fines de los años sesenta se desarrolló un gran mercado de cocaína,
sobre todo entre la clase media alta de Norteamérica y, algo después, de
Europa occidental. Este hecho, al igual que el crecimiento anterior y más plebeyo
del mercado de la heroína (también, sobre todo, en los Estados Unidos),
convirtió por primera vez el crimen en un negocio de auténtica importancia
(Arlacchi, 1983, pp. 215 y 208).
IV
La revolución cultural de fines del siglo xx debe, pues, entenderse como
el triunfo del individuo sobre la sociedad o, mejor, como la ruptura de los
hilos que hasta entonces habían imbricado a los individuos en el tejido
social. Y es que este tejido no sólo estaba compuesto por las relaciones reales
entre los seres humanos y sus formas de organización, sino también por
los modelos generales de esas relaciones y por las pautas de conducta que
era de prever que siguiesen en su trato mutuo los individuos, cuyos papeles
estaban predeterminados, aunque no siempre escritos. De ahí la inseguridad
traumática que se producía en cuanto las antiguas normas de conducta se
abolían o perdían su razón de ser, o la incomprensión entre quienes sentían
esa desaparición y quienes eran demasiado jóvenes para haber conocido otra
cosa que una sociedad sin reglas.
Así, un antropólogo brasileño de los años ochenta describía la tensión de
un varón de clase media, educado en la cultura mediterránea del honor y la
vergüenza de su país, enfrentado al suceso cada vez más habitual de que un
grupo de atracadores le exigiera el dinero y amenazase con violar a su novia.
En tales circunstancias, se esperaba tradicionalmente que un caballero protegiese
a la mujer, si no al dinero, aunque le costara la vida, y que la mujer prefiriese
morir antes que correr una suerte tenida por «peor que la muerte». Sin
embargo, en la realidad de las grandes ciudades de fines del siglo xx era
poco probable que la resistencia salvara el «honor» de la mujer o el dinero.
Lo razonable en tales circunstancias era ceder, para impedir que los agresores
perdiesen los estribos y causaran serios daños o incluso llegaran a matar.
En cuanto al honor de la mujer, definido tradicionalmente como la virginidad
antes del matrimonio y la total fidelidad a su marido después, ¿qué era lo que
se podía defender, a la luz de las teorías y de las prácticas sexuales habituales
entre las personas cultas y liberadas de los años ochenta? Y sin embargo,
tal como demostraban las investigaciones del antropólogo, todo eso no hacía
el caso menos traumático. Situaciones no tan extremas podían producir niveles
de inseguridad y de sufrimiento mental comparables; por ejemplo, contactos
sexuales corrientes. La alternativa a una vieja convención, por poco
razonable que fuera, podía acabar siendo no una nueva convención o un
comportamiento racional, sino la total ausencia de reglas, o por lo menos una
falta total de consenso acerca de lo que había que hacer.
En la mayor parte del mundo, los antiguos tejidos y convenciones sociales,
aunque minados por un cuarto de siglo de transformaciones socioeconómicas
sin parangón, estaban en situación delicada, pero aún no en plena
desintegración, lo cual era una suerte para la mayor parte de la humanidad,
sobre todo para los pobres, ya que las redes de parentesco, comunidad y
vecindad eran básicas para la supervivencia económica y sobre todo para
tener éxito en un mundo cambiante. En gran parte del tercer mundo, estas
redes funcionaban como una combinación de servicios informativos, intercambios
de trabajo, fondos de mano de obra y de capital, mecanismos de
ahorro y sistemas de seguridad social. De hecho, sin la cohesión familiar
resulta difícilmente explicable el éxito económico de algunas partes del mundo,
como por ejemplo el Extremo Oriente.
En las sociedades más tradicionales, las tensiones afloraron en la medida
en que el triunfo de la economía de empresa minó la legitimidad del orden
social aceptado hasta entonces, basado en la desigualdad, tanto porque las aspiraciones
de la gente pasaron a ser más igualitarias, como porque las justificaciones
funcionales de la desigualdad se vieron erosionadas. Así, la opulencia y
la prodigalidad de los rajas de la India (igual que la exención fiscal de la fortuna
de la familia real británica, que no fue criticada hasta los años noventa) no
despertaba ni las envidias ni el resentimiento de sus subditos, como las podría
haber despertado las de un vecino, sino que eran parte integrante y signo de su
papel singular en el orden social e incluso cósmico, que, en cierto sentido, se
creía que mantenía, estabilizaba y simbolizaba su reino. De modo parecido, los
considerables lujos y privilegios de los grandes empresarios japoneses resultaban
menos inaceptables, en la medida en que se veían no como su fortuna particular,
sino como un complemento a su situación oficial dentro de la economía,
al modo de los lujos de que disfrutan los miembros del gabinete británico
—limusinas, residencias oficiales, etc.—, que les son retirados a las pocas
horas de cesar en el cargo al que están asociados. La distribución real de las
rentas en Japón, como sabemos, era mucho menos desigual que en las sociedades
capitalistas occidentales; sin embargo, a cualquier persona que observase
la situación japonesa en los años ochenta, incluso desde lejos, le resultaba
difícil eludir la impresión de que, durante esta década de crecimiento económico,
la acumulación de riqueza individual y su exhibición en público ponía
más de manifiesto el contraste entre las condiciones en que vivían los japoneses
comunes y corrientes —mucho más modestamente que sus homólogos
occidentales— y la situación de los japoneses ricos. Y puede que por primera
vez no estuviesen suficientemente protegidos por lo que se consideraban privilegios
legítimos de quienes están al servicio del estado y de la sociedad.
En Occidente, las décadas de revolución social habían creado un caos
mucho mayor. Los extremos de esta disgregación son especialmente visibles
en el discurso público ideológico del fin de siglo occidental, sobre todo en la
clase de manifestaciones públicas que, si bien no tenían pretensión alguna de
análisis en profundidad, se formulaban como creencias generalizadas. Pensemos,
por ejemplo, en el argumento, habitual en determinado momento en los
círculos feministas, de que el trabajo doméstico de las mujeres tenía que calcularse
(y, cuando fuese necesario, pagarse) a precios de mercado, o la justificación
de la reforma del aborto en pro de un abstracto «derecho a escoger»
ilimitado del individuo (mujer).5 La influencia generalizada de la economía
neoclásica, que en las sociedades occidentales secularizadas pasó a ocupar
cada vez más el lugar reservado a la teología, y (a través de la hegemonía
cultural de los Estados Unidos) la influencia de la ultraindividualista jurisprudencia
norteamericana promovieron esta clase de retórica, que encontró
su expresión política en la primera ministra británica Margaret Thatcher: «La
sociedad no existe, sólo los individuos».
Sin embargo, fueran los que fuesen los excesos de la teoría, la práctica era
muchas veces igualmente extrema. En algún momento de los años setenta, los
reformadores sociales de los países anglosajones, justamente escandalizados
(al igual que los investigadores) por los efectos de la institucionalización
sobre los enfermos mentales, promovieron con éxito una campaña para que al
máximo número posible de éstos les permitieran abandonar su reclusión «para
que puedan estar al cuidado de la comunidad». Pero en las ciudades de Occidente
ya no había comunidades que cuidasen de ellos. No tenían parientes.
Nadie les conocía. Lo único que había eran las calles de ciudades como Nueva
York, que se llenaron de mendigos con bolsas de plástico y sin hogar que
gesticulaban y hablaban solos. Si tenían suerte, buena o mala (dependía del
punto de vista), acababan yendo de los hospitales que los habían echado a las
cárceles que, en los Estados Unidos, se convirtieron en el principal receptáculo
de los problemas sociales de la sociedad norteamericana, sobre todo de sus
miembros de raza negra: en 1991 el 15 por 100 de la que era proporcional -
mente la mayor población de reclusos del mundo —426 presos por cada
100.000 habitantes— se decía que estaba mentalmente enfermo (Walker,
1991; Human Development, 1991, p. 32, fig. 2.10).
5. La legitimidad de una demanda tiene que diferenciarse claramente de la de los argumentos
que se utilizan para justificarla. La relación entre marido, mujer e hijos en el hogar no
tiene absolutamente nada que ver con la de vendedores y consumidores en el mercado, ni
siquiera a nivel conceptual. Y tampoco la decisión de tener o no tener un hijo, aunque se adopte
unilateralmente, afecta exclusivamente al individuo que toma la decisión. Esta perogrullada
es perfectamente compatible con el deseo de transformar el papel de la mujer en el hogar o de
favorecer el derecho al aborto.
Las instituciones a las que más afectó el nuevo individualismo moral fueron
la familia tradicional y las iglesias tradicionales de Occidente, que sufrieron
un colapso en el tercio final del siglo. El cemento que había mantenido
unida a la comunidad católica se desintegró con asombrosa rapidez. A lo
largo de los años sesenta, la asistencia a misa en Quebec (Canadá) bajó del
80 al 20 por 100, y el tradicionalmente alto índice de natalidad francocanadiense
cayó por debajo de la media de Canadá (Bernier y Boily, 1986). La
liberación de la mujer, o, más exactamente, la demanda por parte de las
mujeres de más medios de control de natalidad, incluidos el aborto y el derecho
al divorcio, seguramente abrió la brecha más honda entre la Iglesia y lo
que en el siglo xix había sido su reserva espiritual básica (véase La era del
capitalismo), como se hizo cada vez más evidente en países con tanta fama
de católicos como Irlanda o como la mismísima Italia del papa, e incluso
—tras la caída del comunismo— en Polonia. Las vocaciones sacerdotales y
las demás formas de vida religiosa cayeron en picado, al igual que la disposición
a llevar una existencia célibe, real u oficial. En pocas palabras, para
bien o para mal, la autoridad material y moral de la Iglesia sobre los fieles
desapareció en el agujero negro que se abría entre sus normas de vida y
moral y la realidad del comportamiento humano a finales del siglo xx. Las
iglesias occidentales con un dominio menor sobre los feligreses, incluidas
algunas de las sectas protestantes más antiguas, experimentaron un declive
aún más rápido.
Las consecuencias morales de la relajación de los lazos tradicionales de
familia acaso fueran todavía más graves, pues, como hemos visto, la familia
no sólo era lo que siempre había sido, un mecanismo de autoperpetuación,
sino también un mecanismo de cooperación social. Como tal, había sido
básico para el mantenimiento tanto de la economía rural como de la primitiva
economía industrial, en el ámbito local y en el planetario. Ello se debía en
parte a que no había existido ninguna estructura empresarial capitalista
impersonal adecuada hasta que la concentración del capital y la aparición de
las grandes empresas empezó a generar la organización empresarial moderna
a finales del siglo xix, la «mano visible» (Chandler, 1977) que tenía que complementar
la «mano invisible» del mercado según Adam Smith.6 Pero un motivo
aún más poderoso era que el mercado no proporciona por sí solo un
elemento esencial en cualquier sistema basado en la obtención del beneficio
privado: la confianza, o su equivalente legal, el cumplimiento de los contratos.
Para eso se necesitaba o bien el poder del estado (como sabían los teóricos
del individualismo político del siglo xvn) o bien los lazos familiares o
comunitarios. Así, el comercio, la banca y las finanzas internacionales, cam-
6. El modelo operativo de las grandes empresas antes de la época del capitalismo financiero
(«capitalismo monopolista») no se inspiraba en la experiencia de la empresa privada, sino
en la burocracia estatal o militar; cf. los uniformes de los empleados del ferrocarril. De hecho,
con frecuencia estaba, y tenía que estar, dirigida por el estado o por otra autoridad pública sin
atan de lucro, como los servicios de correos y la mayoría de los de telégrafos y teléfonos.
pos de actuación a veces físicamente alejados, de enormes beneficios y gran
inseguridad, los habían manejado con el mayor de los éxitos grupos empresariales
relacionados por nexos de parentesco, sobre todo grupos con una
solidaridad religiosa especial, como los judíos, los cuáqueros o los hugonotes.
De hecho, incluso a finales del siglo xx esos vínculos seguían siendo
indispensables en el negocio del crimen, que no sólo estaba en contra de la
ley, sino fuera de su amparo. En una situación en la que no había otra garantía
posible de los contratos, sólo los lazos de parentesco y la amenaza de
muerte podían cumplir ese cometido. Por ello, las familias de la mafia calabresa
de mayor éxito estaban compuestas por un nutrido grupo de hermanos
(Ciconte, 1992, pp. 361-362).
Pero eran justamente estos vínculos y esta solidaridad de grupos no económicos
lo que estaba siendo erosionado, al igual que los sistemas morales
que los sustentaban, más antiguos que la sociedad burguesa industrial
moderna, pero adaptados para formar una parte esencial de esta. El viejo
vocabulario moral de derechos y deberes, obligaciones mutuas, pecado y
virtud, sacrificio, conciencia, recompensas y sanciones, ya no podía traducirse
al nuevo lenguaje de la gratificación deseada. Al no ser ya aceptadas
estas prácticas e instituciones como parte del modo de ordenación social que
unía a unos individuos con otros y garantizaba la cooperación y la reproducción
de la sociedad, la mayor parte de su capacidad de estructuración de
la vida social humana se desvaneció, y quedaron reducidas a simples expresiones
de las preferencias individuales, y a la exigencia de que la ley reconociese
la supremacía de estas preferencias.7 La incertidumbre y la imprevisibilidad
se hicieron presentes. Las brújulas perdieron el norte, los mapas se
volvieron inútiles. Todo esto se fue convirtiendo en algo cada vez más evidente
en los países más desarrollados a partir de los años sesenta. Este individualismo
encontró su plasmación ideológica en una serie de teorías, del
liberalismo económico extremo al «posmodernismo» y similares, que se
esforzaban por dejar de lado los problemas de juicio y de valores o, mejor
dicho, por reducirlos al denominador común de la libertad ilimitada del
individuo.
Al principio las ventajas de una liberalización social generalizada habían
parecido enormes a todo el mundo menos a los reaccionarios empedernidos,
y su coste, mínimo; además, no parecía que conllevase también una liberalización
económica. La gran oleada de prosperidad que se extendía por las
poblaciones de las zonas más favorecidas del mundo, reforzada por sistemas
de seguridad social cada vez más amplios y generosos, parecía haber eliminado
los escombros de la desintegración social. Ser progenitor único (o sea,
en la inmensa mayoría de los casos, madre soltera) todavía era la mejor
7. Esa es la diferencia existente entre el lenguaje de los «derechos» (legales y constitucionales),
que se convirtió en el eje de la sociedad del individualismo incontrolado, por lo menos
en los Estados Unidos, y la vieja formulación moral para la que derechos y deberes eran las dos
caras de la misma moneda.
garantía para una vida de pobreza, pero en los modernos estados del bienestar,
también garantizaba un mínimo de ingresos y un techo. Las pensiones,
los servicios de bienestar social y, finalmente, los centros geriátricos cuidaban
de los ancianos que vivían solos, y cuyos hijos e hijas ya no podían
hacerse cargo de sus padres en sus años finales, o no se sentían obligados a
ello. Parecía natural ocuparse igualmente de otras situaciones que antes
habían sido parte del orden familiar, por ejemplo, trasladando la responsabilidad
de cuidar los niños de las madres a las guarderías y jardines de infancia
públicos, como los socialistas, preocupados por las necesidades de las
madres asalariadas, hacía tiempo que exigían.
Tanto los cálculos racionales como el desarrollo histórico parecían apuntar
en la misma dirección que varias formas de ideología progresista, incluidas
las que criticaban a la familia tradicional porque perpetuaba la subordinación
de la mujer o de los niños y adolescentes, o por motivos libertarios de
tipo más general. En el aspecto material, lo que los organismos públicos
podían proporcionar era muy superior a lo que la mayoría de las familias
podía dar de sí, bien por ser pobres, bien por otras causas; el hecho de que
los niños de los países democráticos salieran de las guerras mundiales más
sanos y mejor alimentados que antes lo demostraba. Y el hecho de que los
estados del bienestar sobrevivieran en los países más ricos a finales de siglo,
pese al ataque sistemático de los gobiernos y de los ideólogos partidarios del
mercado libre, lo confirmaba. Además, entre sociólogos y antropólogos
sociales era un tópico el que, en general, el papel de los lazos de parentesco
«disminuye al aumentar la importancia de las instituciones gubernamentales
». Para bien o para mal, ese papel disminuyó «con el auge del individualismo
económico y social en las sociedades industriales» (Goody, 1968,
pp. 402-403). En resumen, y tal como se había predicho hacía tiempo, la
Gemeinschaft estaba cediendo el puesto a la Gesellschaft; las comunidades, a
individuos unidos en sociedades anónimas.
Las ventajas materiales de vivir en un mundo en donde la comunidad
y la familia estaban en decadencia eran, y siguen siendo, innegables. De
lo que pocos se dieron cuenta fue de lo mucho que la moderna sociedad
industrial había dependido hasta mediados del siglo xx de la simbiosis entre
los viejos valores comunitarios y familiares y la nueva sociedad, y, por lo
tanto, de lo duras que iban a ser las consecuencias de su rápida desintegración.
Eso resultó evidente en la era de la ideología neoliberal, en la que la
expresión «los subclase» se introdujo, o se reintrodujo, en el vocabulario
sociopolítico de alrededor de 1980.8 Los subclase eran los que, en las sociedades
capitalistas desarrolladas y tras el fin del pleno empleo, no podían o
no querían ganarse el propio sustento ni el de sus familias en la economía
de mercado (complementada por el sistema de seguridad social), que parecía
funcionar bastante bien para dos tercios de la mayoría de habitantes de
8. Su equivalente en la Gran Bretaña de finales del siglo xix era the residuum [«los residuales
»].
esos países, por lo menos hasta los años noventa (de ahí la fórmula «la
sociedad de los dos tercios», inventada en esa década por un angustiado
político socialdemócrata alemán, Peter Glotz). Básicamente, los «subclase»
subsistían gracias a la vivienda pública y a los programas de bienestar
social, aunque de vez en cuando complementasen sus ingresos con escapadas
a la economía sumergida o semisumergida o al mundo del «crimen», es
decir, a las áreas de la economía adonde no llegaban los sistemas fiscales
del gobierno. Sin embargo, dado que este era el nivel social en donde la
cohesión familiar se había desintegrado por completo, incluso sus incursiones
en la economía informal, legales o no, eran marginales e inestables, porque,
como demostraron el tercer mundo y sus nuevas masas de inmigrantes
hacia los países del norte, incluso la economía oficial de los barrios de chabolas
y de los inmigrantes ilegales sólo funciona bien si existen redes de
parentesco.
Los sectores pobres de la pobación nativa de color de los Estados Unidos,
es decir, la mayoría de los negros norteamericanos,9 se convirtieron en el
paradigma de los «subclase»: un colectivo de ciudadanos prácticamente excluido
de ía sociedad oficial, sin formar parte de la misma o —en el caso de
muchos de sus jóvenes varones— del mercado laboral. De hecho, muchos
de estos jóvenes, sobre todo los varones, se consideraban prácticamente
como una sociedad de forajidos o una antisociedad. El fenómeno no era
exclusivo de la gente de un determinado color, sino que, con la decadencia y
caída de las industrias que empleaban mano de obra abundante en los
siglos xix y xx, los «subclase» hicieron su aparición en una serie de países.
Pero en las viviendas construidas por autoridades públicas socialmente responsables
para todos los que no podían permitirse pagar alquileres a precios
de mercado o comprar su propia casa, y que ahora habitaban los «subclase»,
tampoco había comunidades, y bien poca asistencia mutua familiar. Hasta el
«espíritu de vecindad», la última reliquia de la comunidad, sobrevivía a
duras penas al miedo universal, por lo común a los adolescentes incontrolados,
armados con frecuencia cada vez mayor, que acechaban en esas junglas
hobbesianas.
Sólo en las zonas del mundo que todavía no habían entrado en el universo
en que los seres humanos vivían unos junto a otros pero no como seres
sociales, sobrevivían en cierta medida las comunidades y, con ellas el orden
social, aunque un orden, para la mayoría, de una pobreza desoladora. ¿Quién
podía hablar de una minoría «subclase» en un país como Brasil, donde, a
mediados de los años ochenta, el 20 por 100 más rico de la población percibía
más del 60 por 100 de la renta nacional, mientras que el 40 por 100 de
9. La etiqueta que suele preferirse en la actualidad es la de «afroamericanos». Sin embargo,
estos nombres cambian —a lo largo de la vida de este autor se han producido varios cambios
de este tipo («personas de color», «negros»)— y seguirán cambiando. Utilizo el vocablo
que han utilizado durante más tiempo que ningún otro quienes querían mostrar respeto por los
descendientes americanos de esclavos africanos.
los más pobres percibía el 10 por 100 o menos? (UN World Social Situation,
1984, p. 84). Era, en general, una existencia de desigualdad tanto social
como económica. Pero, para la mayoría, carecía de la inseguridad propia de
la vida urbana en las sociedades «desarrolladas», cuyos antiguos modelos
de comportamiento habían sido desmantelados y sustituidos por un vacío de
incertidumbre. La triste paradoja del presente fin de siglo es que, de acuerdo
con todos los criterios conmensurables de bienestar y estabilidad social,
vivir en Irlanda del Norte, un lugar socialmente retrógrado pero estructurado
tradicionalmente, en el paro y después de veinte años ininterrumpidos de
algo parecido a una guerra civil, es mejor y más seguro que vivir en la mayoría
de las grandes ciudades del Reino Unido.
El drama del hundimiento de tradiciones y valores no radicaba tanto en
los inconvenientes materiales de prescindir de los servicios sociales y personales
que antes proporcionaban la familia y la comunidad, porque éstos se
podían sustituir en los prósperos estados del bienestar, aunque no en las
zonas pobres del mundo, donde la gran mayoría de la humanidad seguía contando
con bien poco, salvo la familia, el patronazgo y la asistencia mutua
(para el sector socialista del mundo, véanse los capítulos XIII y XVI); radicaba
en la desintegración tanto del antiguo código de valores como de las
costumbres y usos que regían el comportamiento humano, una pérdida sensible,
reflejada en el auge de lo que se ha dado en llamar (una vez más, en los
Estados Unidos, donde el fenómeno resultó apreciable a partir de finales de
los años sesenta) «políticas de identidad», por lo general de tipo étnico/nacional
o religioso, y de movimientos nostálgicos extremistas que desean recuperar
un pasado hipotético sin problemas de orden ni de seguridad. Estos movimientos
eran llamadas de auxilio más que portadores de programas; llamamientos
en pro de una «comunidad» a la que pertenecer en un mundo anómico;
de una familia a la que pertenecer en un mundo de aislamiento social; de
un refugio en la selva. Todos los observadores realistas y la mayoría de los
gobiernos sabían que la delincuencia no disminuía con la ejecución de los criminales
o con el poder disuasorio de largas penas de reclusión, pero todos los
políticos eran conscientes de la enorme fuerza que tenía, con su carga emotiva,
racional o no, la demanda por parte de los ciudadanos de que se castigase
a los antisociales.
Estos eran los riesgos políticos del desgarramiento y la ruptura de los
antiguos sistemas de valores y de los tejidos sociales. Sin embargo, a medida
que fueron avanzando los años ochenta, por lo general bajo la bandera de
la soberanía del mercado puro, se hizo cada vez más patente que también
esta ruptura ponía en peligro la triunfante economía capitalista.
Y es que el sistema capitalista, pese a cimentarse en las operaciones
del mercado, se basaba también en una serie de tendencias que no estaban
intrínsecamente relacionadas con el afán de beneficio personal que, según
Adam Smith, alimentaba su motor. Se basaba en «el hábito del trabajo»,
que Adam Smith dio por sentado que era uno de los móviles esenciales de
la conducta humana; en la disposición del ser humano a posponer durante
mucho tiempo la gratificación inmediata, es decir, a ahorrar e invertir pensando
en recompensas futuras; en la satisfacción por los logros propios; en
la confianza mutua; y en otras actitudes que no estaban implícitas en la optimización
de los beneficios de nadie. La familia se convirtió en parte integrante
del capitalismo primitivo porque le proporcionaba algunas de estas
motivaciones, al igual que «el hábito del trabajo», los hábitos de obediencia
y lealtad, incluyendo la lealtad de los ejecutivos a la propia empresa, y otras
formas de comportamiento que no encajaban fácilmente en una teoría racional
de la elección basada en la optimización. El capitalismo podía funcionar
en su ausencia, pero, cuando lo hacía, se convertía en algo extraño y problemático,
incluso para los propios hombres de negocios. Esto ocurrió
durante las «opas» piráticas para adueñarse de sociedades anónimas y de
otras formas de especulación económica que se extendieron por las plazas
financieras y los países económicamente ultraliberales como los Estados
Unidos y Gran Bretaña en los años ochenta, y que prácticamente rompieron
toda conexión entre el afán de lucro y la economía como sistema productivo.
Por eso los países capitalistas que no habían olvidado que el crecimiento
no se alcanza sólo con la maximización de beneficios (Alemania, Japón,
Francia) procuraron dificultar o impedir estos actos de piratería.
Karl Polanyi, al examinar las ruinas de la civilización del siglo xix
durante la segunda guerra mundial, señaló cuan extraordinarias y sin precedentes
eran las premisas en las que esa civilización se había basado: las
de un sistema de mercados universal y autorregulable. Polanyi argumentó
que «la propensión al trueque o al cambio de una cosa por otra» de
Adam Smith había inspirado «un sistema industrial ... que, teórica y prácticamente,
implicaba que el género humano se encontraba bajo el dominio de
esa propensión particular en todas sus actividades económicas, cuando no
en sus actividades políticas, intelectuales y espirituales» (Polanyi, 1945,
pp. 50-51). Pero Polanyi exageraba la lógica del capitalismo de su época,
del mismo modo que Adam Smith había exagerado la medida en que, por sí
mismo, el afán de lucro de todos los hombres maximizaría la riqueza de las
naciones.
Del mismo modo que nosotros damos por sentada la existencia del aire
que respiramos y que hace posibles todas nuestras actividades, así el capitalismo
dio por sentada la existencia del ambiente en el que actuaba, y que
había heredado del pasado. Sólo descubrió lo esencial que era cuando el aire
se enrareció. En otras palabras, el capitalismo había triunfado porque no era
sólo capitalista. La maximización y la acumulación de beneficios eran condiciones
necesarias para el éxito, pero no suficientes. Fue la revolución cultural
del último tercio del siglo lo que comenzó a erosionar el patrimonio
histórico del capitalismo y a demostrar las dificultades de operar sin ese
patrimonio. La ironía histórica del neoliberalismo que se puso de moda en
los años setenta y ochenta, y que contempló con desprecio las ruinas de los
regímenes comunistas, es que triunfó en el momento mismo en que dejó de
ser tan plausible como había parecido antes. El mercado proclamó su victoria
cuando ya no podía ocultar su desnudez y su insuficiencia.
La revolución cultural se hizo sentir con especial fuerza en las «economías
de mercado industrializadas» y urbanas de los antiguos centros del
capitalismo. Sin embargo, tal como veremos, las extraordinarias fuerzas económicas
y sociales que se han desencadenado a finales del siglo xx también
han transformado lo que se dio en llamar el «tercer mundo».